Fernando III de Castilla. |
Me voy a ocupar en esta entrada y en las que siguen del testamento de Alfonso X, rey de Castilla y León, y proyecto fallido de emperador, que pasó a la historia como "el Sabio".
La imaginación del pueblo siempre ha sido fértil en apodar a sus monarcas y hemos tenido ya un velloso, un temblón, un gotoso, un cruel, un impotente, un monje, una loca, un pasmado, un hechizado, un felón, algún gordo, y lo que nos queda.
Así que Don Alfonso tuvo merecida suerte con el bautizo, aunque es poco probable que alguien le llamara así a la cara, pues eso de los sobrenombres reales se decide por las generaciones venideras. Pero puede ser que esto hoy esté cambiando y a los reyes actuales se les nombre ya en vida de manera que perdure. Pronostico así que dentro de unos mil años alguien escribirá sobre el testamento de un rey de la recordada España, apodado el Campechano, o quizás el Bribón, y promete ser un material jugoso.
En cuanto a los apodos que se barajan para la vigente testa coronada, más vale que pasemos página y volvamos al pasado, que ahí se está más cómodo.
El interés histórico-jurídico de nuestro personaje no admite cuestión. No en vano fue el promotor de Las Partidas, el Fuero Real y el Espéculo, y con eso está dicho todo. Un moderno especialista (Joseph F. O’Callaghan) se refiere a él como el Justiniano de su era, tanto por la importancia de su obra como por haber seguido en ella conscientemente el ejemplo del emperador bizantino. Y su sucesión fue igualmente interesante, para su desgracia, con varios testamentos de por medio, como veremos.
El Espéculo, espejo de todas las leyes, era una obra orientada a los nuevos jueces profesionales, como fuente de conocimiento del derecho para los mismos, en el que algunos ven un primer borrador de las Partidas. También se pretendía que fuera modelo y medio de interpretación de otras normas, de ahí su nombre. No se ha conservado completo, faltando, entre otros, los libros sobre familia y herencia.
El Fuero Real pretendía sustituir la multitud de fueros municipales existentes, concediendo mayor independencia a las ciudades, aunque instaurando en ellas alcaldes reales, sentando con ello un ejemplo que no gustó nada a los señores nobiliarios, y tampoco a muchos ciudadanos, que lo interpretaron como una intromisión en su autonomía.
Mientras las Partidas, divididas en siete partes por el carácter mágico del número, o quizás a imitación del Digesto, consagraban el principio del monarca como legislador supremo, superando su tradicional papel de juez o árbitro. En honor de su autor, la primera letra de cada Partida es una de las siete letras del nombre del rey sabio. Una característica no menor de todas estas obras era la de estar redactadas en lengua vernácula, abandonando el tradicional latín.
Como explica el citado Joseph F. O’Callaghan, es justo afirmar que Alfonso fue el autor de todas estas obras, aunque en el papel de un editor general, que impulsa, coordina y corrige, correspondiendo la redacción material a un grupo de expertos por él reunidos. Se cita entre los principales contribuyentes a sus obras jurídicas a Jacobo de las Leyes, un maestro italiano formado en Bolonia, a un hijo ilegítimo del propio rey, llamado Alfonso, el niño, y a Fernando Martínez, también formado en Bolonia, archidiácono de Zamora y notario real en León.
Al acceder Alfonso al trono la situación jurídica de sus reinos era cualquier cosa menos ordenada. León se regía por el Fuero Juzgo, de origen visigodo y que se había conservado en el reino de Asturias y entre los mozárabes; Castilla, por normas consuetudinarias de procedencia fundamentalmente germánica, compiladas en el Fuero Viejo de Castilla y completadas con colecciones de fazañas o sentencias judiciales; y en las ciudades existían múltiples fueros municipales, como el Fuero de Cuenca de Alfonso VIII, bisabuelo de nuestro personaje, que por su carácter completo fue dado después a otras ciudades de Andalucía y Extremadura. Esta dispersión es la que trató de superar el rey con su obra.
Tan ambicioso esfuerzo legislativo demandaba además una especialización en los aplicadores de la norma, que quedaría a cargo de alcaldes de corte, nombrados por el rey y con jurisdicción incluso sobre nobles y clérigos, con los consiguientes resquemores.
Según se ha señalado, “Desde el punto de vista de la nobleza, el simple hecho de que un juez real, ajeno al estamento de los nobles, pudiese juzgar en función de unas leyes escritas en un libro, y no de las tradicionales normas consuetudinarias, era simplemente inaceptable” (H. Salvador Martínez. Alfonso X, el Sabio. Una biografía).
Todo ello culminó en una rebelión contra el rey, encabezada por uno de sus hermanos, Felipe, y secundada por las principales casas nobiliarias, los Lara, los Haro y los Fernández de Castro, que se desnaturaron y se largaron al reino nazarí de Granada, telón de fondo de los posteriores acontecimientos sucesorios que veremos.
Yendo ahora un poco para atrás en la historia, el padre de Alfonso fue otro importante rey de la última fase de la reconquista, Fernando III. Y si él fue sabio, su padre fue santo. Está claro que eran otros tiempos.
Más influencia en su vida tuvo seguramente su madre, la alemana Beatriz de Suabia, a pesar de morir cuando Alfonso tenía solo diez años. Y digo que fue más trascendente la figura materna que la paterna, pues fue a través de aquella que Alfonso concibió la ocurrencia de ser nombrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, el fecho del imperio, auténtico motor de su vida, que al final resultó fallido por la oposición del papado. Este fracaso fue otro desencadenante de la crisis del final de su reinado, incluido el conflicto sucesorio al que aludiremos.
También fue su madre la que le transmitió el gusto por lo cultural, hasta el punto de que es posiblemente el único rey en nuestra larga serie al que le podemos atribuir sin propaganda excesiva tales inclinaciones, lo que hace reflexionar un tanto sobre la fiabilidad del sistema de elección genético. Y no se limitó Don Alfonso a cultivar lo intelectual para sí, sino que pretendió vanamente imponer estas inquietudes a sus sucesores, al disponer en las Partidas que: "el rey debe ser acucioso en aprender leer et de los saberes lo que pudiere".
La razón de buscar una princesa alemana para casar al padre de Alfonso tuvo que ver más que con futuras aspiraciones imperiales, con evitar de una vez el riesgo de nulidades matrimoniales, pues todas las que estaban más a mano eran parientes del novio en mayor menor grado.
El abuelo paterno de Alfonso fue otro Alfonso, el IX de León. Su abuela era Berenguela de Castilla, una gran gobernanta y verdadera artífice de la reunión de las coronas de Castilla y León en la persona de su hijo, Fernando. Muy a punto estuvo la cosa de acabar en unión de León y Portugal si los Papas no hubieran metido baza anulando el primer matrimonio de Alfonso IX con una princesa portuguesa.
Tiempo después el famoso Inocencio III, inventor de la inquisición, también anuló el matrimonio de Alfonso y Berenguela por razón de nefanda cópula. A pesar de la interdicción papal, los primos siguieron dándose a lo nefando con fruto. Hubo que excomulgarlos y amenazarlos con truenos y centellas celestiales para que accediesen a separarse de cuerpos.
Pero el lío ya causado no era menor, pues la anulación del matrimonio implicaba que el hijo nacido de la pecaminosa pareja no era legítimo y no podía reinar. La cosa se arregló convenciendo a un papa posterior de que legitimase el derecho de Fernando al trono como hijo adoptivo.
Otra solución para estos casos, que se daban con alguna frecuencia, era la del matrimonio putativo de nuestro artículo 79 del Código Civil, si el heredero ya había sido reconocido al tiempo de la nulidad y los cónyuges se consideraban de buena fe. Era también el Papa el que al final decidía en estas materias de evidente calado político, de ahí el interés de la Iglesia en convertir el matrimonio en un sacramento, que el papado de aquella era muy de este mundo.
Por cierto que Berenguela era hija de Alfonso VIII de Castilla, el de las Navas, y de Leonor Plantagenet, una princesa inglesa. Esta tomó a su vez su nombre de su madre, Leonor de Aquitania, reina consorte sucesivamente de Francia y de Inglaterra, y madre del inefable Ricardo Corazón de León, que salía en Famosas Novelas con Saladino. Y ahora tenemos un proyecto de reina a la que han puesto el nombre de estas ilustres antepasadas.
Una de las hermanas de Berenguela fue Blanca, a la que casaron con un rey de Francia, también santo, Luis IX o San Luis, quien murió estando de cruzada. Y más tarde una descendiente de aquella, Blanca de Francia, se casó con el premuerto primogénito de Alfonso, Fernando, dejando a unos nietos del rey, cuyo derecho a la corona frente al mayor hijo supérstite fue lo discutido. Por estos vínculos familiares, los reyes de Francia participaron en el futuro conflicto sucesorio, como descendientes directos de los reyes de Castilla por vía materna.
Berenguela fue designada en el testamento de su padre tutora del heredero, su hermano pequeño, Enrique. Pero uno de los Lara consiguió, con intrigas y amenazas, que le cediera al muchacho. Un día Enrique jugaba a la guerra con sus donceles en el patio de un castillo, le arrearon una pedrada en la cabeza y murió a los pocos días. Todavía se conserva su juvenil cráneo con el fatal agujero, prueba forense de uno de nuestros escasos regicidios, aunque tampoco fuera el único. Berenguela se convertía así en la legítima heredera, pues las leyes castellanas permitían suceder en el trono a las descendientes mujeres, en defecto de varones en la línea directa.
De esto ya había habido algún ejemplo, como la reina Urraca, hija de Alfonso VI, a la que los villanos apedrearon en Santiago. A Doña Urraca la casaron con un rey aragonés, otro Alfonso, este “el batallador”, en un presagio de futuras uniones, que entonces no fructificaron por la acusada antipatía Urraca por su esposo, unido al escaso interés de aquel por todo lo que no fuera batallar con los de su propio género. Berenguela, quizás recordando esos precedentes, no vio el ambiente muy inclusivo y decidió que lo más práctico era renunciar inmediatamente a la herencia en favor de su hijo, reservándose eso sí el usufructo, pues es sabido que Fernando no movía un dedo sin el permiso de su señora madre.
En cuanto al reino de León, terminó en Fernando un poco de rebote. Alfonso IX, bastante cabreado desde lo de la separación y habiendo muerto sus otros hijos varones, desheredó en su testamento a Fernando y nombró herederas a las dos hijas que le quedaban de su primer matrimonio, también anulado por el Papa, con lo que estas eran tan poco legítimas como podía serlo aquel. El rey leonés se había pasado más de media vida guerreando con Castilla y no veía con muy buenos ojos lo de la unidad dinástica, intuyendo que a León de le reservaba un papel subordinado. Pero las leyes leonesas eran aún más desfavorables a las mujeres que las castellanas, y la rápida reacción de Fernando, urgido por su resuelta madre, le aseguró el botín. A las desposeídas hermanastras se les concedió una generosa pensión, firmándose la correspondiente escritura en Benavente.
Si Fernando acabó en el santoral no fue tanto por su piedad, que en esto todos eran parecidos, sino por sus éxitos militares en la cruzada. Su conducta era la propia de aquellos tiempos en alguien de su posición, que un día invitaba a cenar a unos pobres y al siguiente mandaba cocer a unos muslimes. Pero recuperó para la cristiandad Jaén, Córdoba y Sevilla y sometió a tributo al residual reino de Granada.
Entre tanta conquista tuvo tiempo de engendrar unos cuantos vástagos, siendo el primogénito Alfonso, que pronto dio síntomas de haber salido espabilado. El repetido esfuerzo engendrador acabó con la natural robustez germánica de la reina madre, quien no llegó a cumplir los cuarenta.
Entre los hermanos de Alfonso podemos citar a Fadrique, a Enrique, a Felipe, a Sancho y a Manuel.
Fadrique, versión castellanizada de Friedrich o Federico, llevaba el nombre de sus ilustres parientes alemanes, y en la mente de sus padres era el hijo destinado a recibir las posesiones maternas en aquellas tierras. Al final, Alfonso se quedó con estos derechos, que de poco le sirvieron. Por el disgusto o por otras razones, Fadrique tuvo la mala idea de intrigar contra su hermano. Alfonso ordenó a su hijo Sancho que castigase a su tío, y el castigo no fue no invitarle a la cena de nochebuena, sino la muerte por ahogamiento, pena que Sancho ejecutó sin mucho apuro. Podría decirse que Fadrique fue afortunado, pues a su yerno, Simón Ruiz de los Cameros, lo quemaron en la hoguera. Los historiadores han propuesto diversas explicaciones para tan desaforados castigos, incluida la del pecado nefando.
Enrique, que fue conocido como "el senador", recibió en vida de su padre, Fernando, numerosas donaciones y prebendas. Los rumores decían que estaba "enredado" con su madrastra, Juana de Ponthieu. Por esto o por otra razón, Alfonso, una vez rey, despojó tanto a Enrique como a la viuda de todo lo recibido. Ella se marchó a su condado francés y él inició un periplo por el extranjero, pasó por prisión y terminó de senador en Roma. Retornaría después para jugar un papel en las luchas dinásticas que tuvieron lugar entre los descendientes de Alfonso, llegando a ser tutor de su sobrino nieto, Fernando IV.
Felipe fue elegido por su familia para la carrera eclesiástica, que no era una mala salida en aquellos tiempos. Las altas jerarquías gozaban por entonces de poder económico, político y también militar. Pero por alguna razón renunció a la gloria, y volvió a la vida seglar, convirtiéndose en uno de los cabecillas en la rebelión de la nobleza contra su hermano al final del reinado.
Antes de esto, Alfonso buscaba aliados en el norte, animado por su deseo de convertirse en emperador germánico. Concertó así la boda de uno de sus hermanos con una hija del rey de Noruega, llamada Cristina. Esta despertó un notable interés en su viaje hasta Castilla, supongo que por su apariencia nórdica, recibiendo una proposición matrimonial del mismísimo rey aragonés, Jaime I, no sin motivo llamado el conquistador, que fue rechazado por viejo. Aquí entroncamos con la mejor idiosincrasia patria y no es difícil imaginar a Don Jaime con el aspecto de un medieval López Vázquez, persiguiendo a Cristina, ataviada con un primigenio bikini. La princesa vikinga, que así la apodaron, entre las alternativas se decidió al fin por Felipe. El matrimonio fue feliz pero corto, pues Cristina murió a los cuatro años de llegar a España, quizás vencida por la nostalgia de su tierra.
Al final el eclesiástico de la familia fue otro hermano de Alfonso, Sancho, a quien hicieron arzobispo de Toledo. En aquellos tiempos uno de los temas políticos candentes en toda la Europa cristiana era la lucha de poder entre la Iglesia y los monarcas, pues aquella reclamaba su autonomía e incluso su primacía sobre estos. Por ello era tan importante para los reyes colocar a miembros de la propia familia en cargos eclesiásticos clave, y la archidiócesis de Toledo reclamaba, no sin oposición, el carácter primado en España que había tenido con los visigodos.
En cuanto al infante Manuel, fue el padre del escritor Don Juan Manuel, el del conde Lucanor, quien también jugaría su papel en la futuras refriegas familiares. Don Juan Manuel fue hijo de la primera esposa de Manuel. En segundas nupcias se casó Manuel con una hermana de la reina Violante, la esposa de Alfonso, llamada Constanza. Y las malas lenguas dijeron que Doña Violante había acabado con Constanza mediante unas cerezas envenenadas. Ambas hermanas se habían llevado mal ya desde pequeñas, pues Violante envidiaba el mayor atractivo de su hermana, y Constanza envidiaba la más alta posición social de aquella.
De niño sus padres dejaron a Alfonso al cuidado de unos nobles de confianza quienes le buscaron una nodriza, de nombre Urraca, de aquella muy de moda, como hoy supongo que lo volverá a estar Leonor, y si no, mal asunto para esta. Se consideraba entonces positivo criar a los herederos reales lejos de la corte, por otra parte itinerante, como algunos defendemos que debería volver a ser.
Se sabe que durante su infancia pasó un tiempo en Allariz, en tierras de la esposa de su ayo, doña Mayor Ares de Limia, donde aprendió gallego y se aficionó a los juglares y leyendas del lugar. Pero no nos engañemos, el proyecto imperial de Alfonso fue hegemónico, como son todos los proyectos imperiales, buscando el dominio de la corona de Castilla sobre los demás reinos peninsulares. A este fin consagró el castellano como lengua oficial del reino y de las demás cosas serias, quedando el gallego para la poesía, aunque algo es algo.
Como el chico había salido dispuesto, su padre pronto empezó a contar con él para sus numerosas empresas conquistadoras.
Una de sus primeras aventuras guerreras la tuvo acompañando a uno de los señores de la guerra más afamados de aquel tiempo, Alvar Pérez de Castro, en una correría contra Jerez, en el curso de la cual un Alfonso de solo diez años de edad presenció como se decapitaba de una sola vez a quinientos cautivos. Experiencias así forjan carácter.
También participó en lo de Sevilla. Los defensores, agotados tras más de un año de asedio, quisieron poner condiciones, que fueron rechazadas de plano por el rey santo, que ofrecía sólo la rendición a discreción. La última propuesta de los vencidos fue que al menos se les dejara destruir a ellos la mezquita, pues preferían eso a verla consagrada como iglesia. Don Fernando dejó la decisión a su sabio hijo, quien, sin duda preocupado por la conservación del patrimonio histórico, parece que contestó que "si una sola teja faltaba de la mezquita rodarían las cabezas de todos los moros, y si se desmoronaba un solo ladrillo de la torre no dejaría moro ni mora con vida” (Modesto Lafuente. Historia General de España).
Igualmente se atribuye al infante Alfonso la recuperación del reino de Murcia, lo que en verdad fue una entrega del rey moro del lugar, aunque si lo entregó fue porque asumió que no tenía más remedio.
Todo esto tuvo algo de tela, pues los aragoneses habían conquistado ya Valencia y hubo que deslindar. Al final el deslinde fue voluntario, Murcia se la quedó Castilla, y los marcos fijados subsisten hasta hoy. Para sellar el tratado se casó a Alfonso con una hija del rey aragonés, Doña Violante.
Se ha opinado que el verdadero amor del rey sabio no fue su esposa legítima, sino la madre de su hija Beatriz, Doña Mayor Guillen de Guzmán. Sin embargo, debe reconocerse que el papel de Doña Violante fue más allá de lo reproductor, muestra de que el rey, sentimientos aparte, confiaba en el talento político de su esposa. Así, formó parte del consejo real y representó a Alfonso en dos momentos claves: la revuelta mudéjar, solicitando la ayuda militar de su padre para reprimirla, y la revuelta de los nobles, encabezando la negociación con los mismos. Su papel en el futuro conflicto sucesorio fue sinuoso, escapando primero al reino de Aragón con sus nietos, reconciliándose después con Alfonso y poniéndose al fin al lado del hijo rebelde, Sancho. Llegó a sobrevivir a su esposo y murió en Roncesvalles, de vuelta de una peregrinación a Roma.
Tampoco fue Alfonso siempre un fiel cumplidor de las órdenes de su padre. Al menos una vez consta que le desobedeció, acudiendo en auxilio del rey portugués, Sancho II, en su disputa con otro pretendiente, en lo cual se oponía también a la decisión del papado. Con esto no solo mostraba su firmeza de carácter, sino una posición política favorable al poder real frente a la intromisión papal, lo que tuvo consecuencias para él en el futuro.
Y cuando parecía que el rey Fernando iba a acabar él solo con la reconquista doscientos años antes de lo previsto, y ya soñaba en cruzar a África en pos de herejes agarenos, muere inopinadamente en Sevilla, sin siquiera haber cumplido los cincuenta y cuatro, edad insultantemente joven para irse de este mundo, aunque sea en olor de santidad, pero que era razonable para la época.
Ahí empieza el reinado de Alfonso, que se prometía muy feliz, pues el nuevo monarca era una persona instruida y con un bagaje a sus espaldas, pero que discurrió por derroteros un tanto distintos a los esperados.
Pero no quiero dejar de mencionar antes de irme y en honor de San Fernando como, al conquistar Córdoba, hizo que nos devolvieran las campanas que Almanzor se había llevado de Santiago unos siglos antes, carreadas a hombros de prisioneros musulmanes, en estricta aplicación del principio de reciprocidad. Y ahí siguen, dando la hora a los compostelanos.
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