martes, 4 de junio de 2024

El testamento de Alfonso X. 3. Las secuelas.

 

María de Molina presenta a su hijo Fernando IV en las Cortes de Valladolid de 1295. Antonio Gisbert. 1863.

Tras el fallecimiento de Alfonso X (1284), y muy a pesar de este, fue reconocido heredero su hijo Sancho IV, llamado el Bravo, por su carácter iracundo, aunque también era valiente. El reinado de Sancho duró once años, falleciendo el nuevo rey, que padecía tuberculosis, no cumplidos todavía los treinta y seis. Por supuesto que fue, como el de su padre, un continuo trasiego de guerras y rebeliones, que no es fácil de seguir con detalle.

Personaje fundamental en este época fue la esposa de Sancho. Curiosamente, la cónyuge legítima y la amante del rey se llamaban igual, María Alfonso de Meneses, un ejemplo de cómo gustaban de vivir peligrosamente en aquellos tiempos. La primera pasó a la historia como María De Molina, por ser su familia los señores de aquel lugar, fronterizo con Aragón.

Doña María era hija de un hermano de Fernando III, y por tanto prima carnal de Alfonso X. En nuestro moderno derecho civil el parentesco en la línea colateral se cuenta subiendo desde uno de los parientes hasta el tronco común y volviendo a bajar desde el tronco común hasta el otro pariente. En el cómputo canónico, sin embargo, se cuentan las generaciones desde el tronco común hasta el más lejano de los parientes. Por ello, el parentesco de Sancho y María, que en nuestro cómputo civil no hubiera generado impedimento alguno, en el cómputo canónico era un matrimonio entre consanguíneos en tercer grado, necesitado de dispensa papal.

Además, ese matrimonio supuso la ruptura de unos previos esponsales con una rica heredera, Guillermina de Moncada, a quienes las fuentes describen como fea y brava. Es cierto, no obstante, que Sancho, igualmente bravo, nunca aceptó ese compromiso, que le impuso su padre y que se celebró por poderes. Al no haber sido consumado, Sancho vivía en la esperanza de que el vínculo fuera disuelto algún día, casándose, en un desafío más a su sabio progenitor, con quien quiso.

Nada más conocer la boda, el Papa escribió indignado a los recién casados, calificando su matrimonio de incestuoso y ordenándoles que se separasen de inmediato. Los enamorados le hicieron el caso esperable, aunque es de suponer que el susto por la felicitación pontificia no se lo quitó nadie. 

Pues, además de la ya comentada desheredación paterna, con maldición incluida, la cuestionable legalidad de su matrimonio comprometía la legitimidad de sus potenciales herederos. Ello hizo que los cónyuges dedicaran buena parte de sus esfuerzos a conseguir la ansiada bula papal legitimando el enlace. Para ello buscaron sucesivamente la influencia del rey francés y la del aragonés, que un enchufe nunca viene mal, sea cual sea la época, pero inicialmente no tuvieron éxito.

Todo esto atizó conflicto sucesorio con los chicos de la Cerda, quienes, retenidos por el rey aragonés de turno, se convertían en la útil bandera de cualquier agraviado con ganas de montarla, y de estos no faltaban.

En esta situación, Sancho buscó acercarse a los franceses. Por esta razón, y por estar ocupado con otra invasión benimerín, no apoyó a Aragón cuando fue invadido por Francia (1285), en el marco de las guerras por el dominio de Sicilia y otros territorios italianos, a pesar de haber prometido lo contrario. Por entonces, ya había nacido el primer hijo de la pareja, lo que hacía la cuestión de la legitimidad matrimonial más acuciante. 

Un emisario de Sancho acudió a una entrevista con el rey francés, Felipe IV, aceptando una pacto por el cual Sancho se divorciaría de María y se casaría con una de las hermanas de Felipe, acuerdo que el rey castellano rechazó indignado.

Tras el fracaso de la vía francesa, se trató de retomar la alianza con Aragón. Pero la propuesta del rey aragonés, Alfonso III, de dar el reino de Murcia al infante Alfonso de la Cerda, quien se casaría con su hermana Violante, fue igualmente inaceptable para Sancho. 

En esta tesitura, en la corte la reina defendía la alianza con Francia, convencida de la influencia francesa sobre el papado, mientras el valido real, Lope Díaz de Haro, se hallaba al servicio de Aragón. Al final este valido se rebeló y en una entrevista con el rey, concertada para limar asperezas, se abalanzó cuchillo en mano contra Sancho, siendo abatido en el acto por la guardia de este. 

Se hallaba también presente en el incidente el hermano de Sancho, el infante Juan, llamado el de Tarifa, a la sazón yerno de Lope Díaz de Haro, quien salvó la vida por la intervención de la reina María, aunque dio con sus huesos en un frío castillo burgalés, donde se pasó un merecido tiempo a la sombra. 

Este infante Don Juan protagonizó uno de los incidentes que más se recuerda de estos atribulados tiempos, cuando participó, junto a los benimerines, en el sitio de Tarifa (1294), que él mismo había ayudado a conquistar poco tiempo antes.

Los benimerines marroquíes buscaban dominar ambos lados del estrecho, al ser este lugar de paso obligado de las rutas de comercio marítimo entre Flandes e Italia, dos potencias económicas de la época. En este aspecto era clave Tarifa, una importante base naval. Sancho, destruida bajo su propio mando la flota castellana en tiempos de su padre en Algeciras, buscó la ayuda naval de Génova, que se la prestó a cambio de ventajas comerciales, y tomó Tarifa, jugando su hermano Juan, con el que se había reconciliado temporalmente, un importante papel en el asalto.

Pero este infante Juan no tardó en cambiar de bando y pasarse al de los marroquíes, que pusieron nuevamente sitio a la plaza. Estaba a cargo de su defensa Don Alonso de Guzmán, llamado el Bueno, después de los hechos. Negándose Don Alonso a entregar la ciudad, le enseñaron a distancia a su apresado hijo, exigiendo los sitiadores la inmediata rendición, bajo amenaza de muerte para el vástago. Ante ello, el propio padre les arrojó su daga, que aquellos emplearon sin dilación en degollar al atónito cautivo, para poco después levantar el sitio. Al parecer, fue una epidemia de peste, más que el noble gesto paterno, lo que ayudó a superar el trance.

Pasados los siglos, en otras circunstancias igualmente aciagas, algún propagandista relató una historia parecida, situada en otro alcázar y protagonizada por otro militar rebelde, que de esos no ha habido escasez, pero si alguna tengo que creerme, que sea la original y no la copia.

La situación de Castilla se deterioraba por momentos, con la rebelión nobiliaria en el interior y la amenaza exterior de Aragón y Francia, aparte de las correrías de los musulmanes, marroquíes y granadinos, que no cesaban. 

Así que Sancho cedió finalmente a la presión del rey francés, aceptando el Tratado de Lyon (1288), por el que se reconocían dos reinos independientes en Murcia y Ciudad Real los infantes de la Cerda, y Alfonso de la Cerda, el mayor de ellos, se casaría con una hija de Sancho, a cambio de todo lo cual Felipe IV se comprometía a obtener la deseada dispensa matrimonial. Una reunión real, nuevamente en Bayona (1290), puso fin a las discordias con Francia. Pensar que poco antes Sancho se había alzado contra su padre invocando la sacrosanta unidad de los reinos.

Aragón no aceptó los términos del Tratado de Lyon, y le declaró la guerra a Castilla, pero el reino aragonés estaba agotado tras el conflicto con Francia y el ataque pronto perdió fuelle.

Sancho falleció (1295), nombrando heredero en su testamento a su hijo Fernando, que reinaría con el ordinal IV, y designó tutora del mismo a su esposa y madre del heredero, Doña María de Molina. La decisión de nombrar tutor era de una importancia política fundamental durante la minoría de edad del heredero. 

La discutida legitimidad de Fernando encendió nuevamente el conflicto bélico. Así, Alfonso de la Cerda, invadió Castilla, apoyado por Aragón (1296). Y el infante Don Juan, el de Tarifa, a quien su padre Alfonso había legado en su testamento los reinos de Badajoz y Sevilla, reclamó su legado, o incluso algo más. Don Juan contó en sus aventuras con la colaboración de su primo, Don Juan Manuel, el del Conde Lucanor, otro reconocido intrigante, a quien gustaba titularse de infante sin serlo. 

Lo que se pretendía en última instancia, al menos por Aragón, era la división de la corona castellano leonesa, pues tras la exitosa última fase de la reconquista esta había alcanzado una extensión intimidante para los demás reinos peninsulares. Así, según lo acordado, el infante Don Juan recibiría León, Alfonso de  la Cerda, Castilla, y Murcia sería para los aragoneses.

También el monarca portugués, Don Dionís, nieto del rey sabio, se sumó a la fiesta, aunque con escaso convencimiento. Pronto se firmó la paz entre los dos reinos, que se selló con el pacto de casar al heredero Fernando con una princesa portuguesa, Constanza (Tratado de Alcañices).

Doña María de Molina asumió la defensa de los derechos de su hijo y de la integridad de sus reinos, consiguiendo resistir el embate militar, con el apoyo de las ciudades.

Entre medias se desencadenó la peste y esto acrecentó la buena fama de Doña María, quien se cuenta que que recorría pueblos y ciudades socorriendo a los necesitados. Raro es que no cayera ella también enferma, pero esto de la peste era y sigue siendo una lotería.

Al final, también llegó la bula papal legitimando el matrimonio de Don Sancho y Doña María, previo el preceptivo soborno, del que se ha conservado memoria de la exacta cantidad, en un ejemplo de transparencia que difícilmente igualan los tiempos presentes.

Uno de los más persistentes en intrigar fue el infante, Enrique, el Senador, hermano de Alfonso X, que de vuelta de sus aventuras por el mundo, logró que se le confiase la tutela de Fernando. A cambio de este gesto, se esforzó en que la guerra con Aragón no terminase, difundió dudas sobre la autenticidad de las bulas papales y terminó por convencer a Fernando de que, con catorce años, era ya lo bastante maduro para reinar y de que su madre lo mantenía con malas artes bajo su control.

Los infantes Enrique y Juan pactaron que este conservase el reino de Galicia y la ciudad de León. Tampoco esto fructificó, imagino que para bien, visto el personaje.

En cuanto a lo de las bulas papales, Doña María de Molina, para negar las acusaciones, las leyó en la catedral, bajo testimonio de notario.

A pesar de la ejemplar conducta de su madre en defensa de sus derechos, Fernando no tardó en traicionarla. Este rey, de no precoz y sutil inteligencia, según se ha dicho, se dejó manejar por su tío, el infante Juan, y por un noble de la casa de Lara, y se marchó con ellos de caza y correrías, comprometiendo el prestigio que para su causa había ganado la intachable conducta de la reina madre.

Como colofón, el rey y sus acólitos convocaron cortes, exigiendo a Doña María que rindiese cuentas de la tutela, bajo la acusación de haber desviado para su bolsillo unos millones de maravedíes. Las cuentas fueron rendidas (Cortes de Medina del Campo, 1302) y resultó que no solo que la infamada reina no se había apropiado de nada, sino que había vendido sus joyas para financiar las guerras contra los opositores de su hijo.

La vida de Fernando IV fue relativamente corta, incluso para la época. Murió a los veinticinco años, de una curiosa manera, que le dio el sobrenombre con el que pasó a la historia, el Emplazado. Un día el rey llegó a un pueblo en donde vivían dos hombres que se sospechaba habían asesinado a uno de sus favoritos. Sin pensárselo mucho, y sin apariencia alguna de juicio, los hizo ejecutar. Los condenados, que protestaron su inocencia hasta el último instante, se fueron de este mundo emplazando al rey a verse con ellos en menos de un mes en el otro, lo que efectivamente sucedió.

Fernando dejó al morir un hijo de muy corta edad, llamado Alfonso, que llegaría a reinar como Alfonso XI, gracias en buena medida a haber tomado otra vez las riendas su abuela, Doña María de Molina, conocida por esto como la tres veces reina. 

Con los infantes de la Cerda se llegó a un compromiso, cuando comprendieron que su causa estaba perdida, y ambos renunciaron a sus derechos a la corona a cambio de unas rentas. Y al mayor de ellos dejaron de llamarle de la Cerda para pasar a ser el Desheredado.

Doña María decidió que la mejor vía para lograr la paz del reino y asegurar el futuro reinado de su nieto era ponerlo bajo la tutela de los dos principales zascandiles nobiliarios del momento, su propio hijo, Pedro de Castilla, y su cuñado, el ínclito, Juan el de Tarifa. Ambos tutores pronto concibieron la idea de tomar Granada. No digo yo que detrás de tanta reconquista no estuviera el espíritu de la cristiandad, pero sin duda pesaban también en el ánimo cruzado motivaciones más mundanas. Más allá del botín directo, que en el caso hubiera sido sustancioso, tras la victoria venía el repartimiento, esto es dividirse los vencedores las tierras y casas de los vencidos. 

Pero si Granada fue el último reino musulmán en sobrevivir fue por algo. Tenía magníficas defensas, una orografía que no favorecía el asalto y un eficaz ejército. Así que allí se fueron Pedro de Castilla y Juan de Castilla con sus mesnadas a protagonizar lo que se conoció como el desastre De la Vega (1319). Ante el ataque de los jinetes musulmanes, el ejército cruzado salió por piernas, las huestes del infante Juan quedaron rezagadas en la carrera y a merced de los enemigos, así que pidió ayuda a su más rápido compañero. Este caballerosamente se dio la vuelta y se lanzó contra los infieles, con tal mala fortuna que se le cayó la espada, su caballo lo descabalgó y murió a consecuencia de las heridas. Todo esto fue demasiado incluso para un guerrero tan bragado como don Juan, quien sufrió un ataque de aplopejía que lo llevó directo a la tumba.

El nuevo tutor fue don Juan Manuel, el del conde Lucanor, y Alfonso llegó a reinar, dando pronto muestras de su carácter, acabando con el nuevo señor de Vizcaya, a los quince años, mediante emboscada y a ejemplo de su su abuelo Sancho. Una muestra de justicia real que no cayó en saco roto.

En 1348, después de la batalla del Salado y de la toma de Algeciras, un victorioso Alfonso convocó cortes de Castilla en Alcalá. En ellas se aprobó el conocido Ordenamiento de Alcalá, que como todos recordamos admitió la validez del testamento sin institución de heredero, apartándose del precedente romano, y se promulgaron por fin las Partidas de su bisabuelo el sabio, que hasta entonces no eran derecho aplicable. Sin embargo, para no repetir los errores de su antepasado, las Partidas se promulgaron solo como derecho supletorio del propio Ordenamiento y del Fuero Juzgo.

También durante su reinado sucedió la famosa caída en desgracia de los templarios, de la que nos ilustró el Código da Vinci (aunque reconozco que yo pasé directamente a la película).

A Alfonso XI lo sorprendió la muerte sitiando Gibraltar, con treinta y nueve años de edad y treinta y ocho de reinado, por haber pillado algún tipo de covid o similar, que por entonces causaba estragos por Europa. Estoy por asegurar sin prueba alguna que el virus vino de China, que desde Marco Polo casi toda plaga viene y vendrá de allí, hasta la famosa gripe española.

Alfonso XI, que pasó a la historia como el Justiciero, dejó un solo hijo legítimo, llamado Pedro, y una pléyade hijos ilegítimos, entre ellos Enrique, que llegó a reinar como Enrique II. Lo de justiciero venía por su poca disposición a cualquier forma de indulto o amnistía con los levantiscos nobles. A su hijo Pedro también le iban a llamar el Justo, por idénticas razones, aunque como perdió la guerra pasó a la historia como el Cruel. Porque, a la muerte de Alfonso, se vuelve a desencadenar el consabido ciclo de guerras fraternales y al final el hijo ilegítimo mató al legítimo, con algo de ayuda de un francés.

Para justificar el abrupto cambio de dinastía, se alegó la antigua costumbre de los visigodos de elección del rey, que excluiría el principio hereditario. Nunca faltan argumentos jurídicos para quien vence con las armas. También es cierto que Pedro no había tenido descendencia con su mujer legítima, Blanca de Borbón, a la que hizo ejecutar, reconociendo como henderos suyos a los hijos que tuvo con su amante, María de Padilla, así que estaban todos un poco igual.

Este jaleo que se montó al morir Alfonso XI quizás explique que tuviéramos que esperar más de quinientos años para ver otro Alfonso reinando, con lo mucho que gustaba el nombre. Entonces hubo dos muy seguidos, pero el desempeño del último augura que habrá esperar otro plazo prudente para llegar al XIV, si es que al fin se llega.

Enrique II, el fraticida, se casó con Juana Manuela, hija de Juan Manuel, el del conde Lucanor, y nieta por vía materna de Fernando de la Cerda, el menor de los infantes de la Cerda, siendo depositaria de los derechos de estos, lo que cerró definitivamente el conflicto sucesorio.

Y con Enrique empezó la dinastía Trastámara, que en cierta forma dura hasta hoy. Digo esto porque si fuera posible hacer pruebas de ADN a nuestra infanta Leonor, que creo que sigue en la mili, y a la favorita real y madre de los bastardos Trastámara, Doña Leonor de Guzmán, de la familia del aludido Guzmán el Bueno, probablemente descubriríamos que la actual es la tatatataranieta de su homónima.

Ciertamente, la población estaba harta de tanta guerra, de moros contra cristianos, de cristianos contra moros, de cristianos contra cristianos, de moros contra moros, y cualquier otra combinación imaginable, que para inri no salían gratis a los pecheros. Así que a estos no les quedaba mucho más remedio que echarse en brazos del primero que les prometía algún alivio, por más que supieran que poco valía la palabra de aquella gente. Pues los llamados ricos hombres eran señores de la guerra, que en su territorio dictaban la ley, todo ello según orden divino y natural, siendo así que todavía Juan Jacobo no se había inventado eso del contrato social. 

Tal penosa situación se prolongó durante casi dos siglos, hasta que se alguna manera se asumió que era mejor para todos un solo rey que múltiples reyezuelos. Se dirá lo que se diga de los Trastámara en general y de Isabel la Católica en particular, pero al menos puso algo de orden en el guirigay, lo que desde mi vasalla perspectiva fue de agradecer, pero esa sí que es otra historia.


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