Playa de Area, en octubre de este año. |
Hoy voy a contar una historia que le sucedió a un amigo mío.
Dicen que con los años se vuelve más difícil hacer amistades, pero a mí nunca me ha resultado tarea fácil. Sin embargo, no le puedes caer mal a todo el mundo, así que incluso yo cuento con alguna relación de tal tipo, aunque el contacto que mantengo con ellas sea más bien esporádico y por iniciativa casi nunca propia.
Resulta que este amigo del que les hablo es notario como yo, lo que tampoco creo que sea muy extraño, pues compartir experiencias, tanto agradables como desagradables, es uno de los aparentes cauces hacia la amistad. A eso se une en nuestro caso la circunstancia no menor de ejercer en poblaciones lo suficientemente alejadas para no resultar competencia directa.
Puedo decir de mi amigo que, aunque él nunca lo reconocerá, le gusta bastante el derecho, sobre todo el privado, es decir que, en el fondo, le gusta a lo que se dedica, lo que tiene algo de relevancia en esta historia que les cuento. En su caso, ni fue una vocación precoz, ni se considera dotado de un especial talento para la materia, pero, como el roce hace el cariño, con el tiempo ha desarrollado un real afecto por el Derecho civil, hasta donde eso sea humanamente posible.
Pero, aunque mi amigo disfrute para sus adentros con el ius transmissionis, la sustitución fideicomisaria y otros artificios semejantes, de lo que no disfruta es de un gran predicamento entre los profesionales del sector inmobiliario. Esa desafección ha tenido sus ciertas consecuencias en su vida profesional, pues resulta que mi amigo se ha pasado veinte años ejerciendo en un pueblo costero no muy grande, pero sí muy turístico, en donde, si alguna actividad hay, es la inmobiliaria.
Su mencionado perfil poco comercial, en unión a la conocida crisis de los últimos años, llevó a que el protocolo de mi amigo experimentase un progresivo adelgazamiento, hasta alcanzar un punto de equilibrio en el que, desde lo magro de sus números, podía presumir de una clientela, si no abundante, sí fiel, al menos según los estándares actuales.
Pero esa paz profesional se le acabó cuando hace menos de un año le dio por concursar, al quedar inesperadamente vacante la notaría del pueblo de al lado. Mi amigo, poco dado a los cambios, reunió el valor suficiente para ese movimiento, que visto desde fuera quizás no pareciera muy atrevido, pero que a él le producía bastante inquietud. No obstante, de modo algo sorprendente para quienes lo conocemos, hasta la fecha parece haberse adaptado bien y no está del todo descontento.
Antes les hablaba de la crisis inmobiliaria. Uno de sus subproductos fue la creación de lo que bautizaron como "banco malo", aunque para algunos fuera un magnífico negocio. Resulta que ese banco no bueno es una entidad casi pública, pero una total carga pública, que carece de recursos materiales y humanos propios para desarrollar su función, esto es, limpiar los balances de los bancos de sus deudas hipotecarias y vender a precio supuestamente de saldo las promociones fracasadas. Esto ha llevado a sus responsables a externalizarla a través de una serie de sociedades inmobiliarias que actúan en cadena, lo que convierte cualquier operación en que sea parte dicha entidad en una verdadera merienda de negros, dicho sea con perdón.
Yo he renunciado hace tiempo a entender su mecánica operativa y lo mismo le pasa a mi amigo, quien en su anterior destino vivía relajadamente al margen de todo esto, por las razones apuntadas. Pero resultó que al cambiar de plaza le empezaron a llegar algunas de tales operaciones. Y aquí es donde comienza realmente nuestra historia.
Cualquiera que haya tenido ocasión de leer una de las minutas que la susodicha entidad impone a sus clientes habrá sentido su pizquilla de vergüenza ajena, y mi amigo no podía ser menos. Pero se consolaba a sí mismo de las infumables redacciones con variados argumentos, algunos más bien banales, como lo de que no es función de un notario apreciar la abusividad de una cláusula (DGRN dixit), o que ninguna cláusula es abusiva si ha sido negociada individualmente, y otros más existenciales, como que son dos días y que ningún fundamentalismo ha llevado nunca a nada bueno. Aunque lo que realmente venció cualquier escrúpulo por su parte fue el comprobar que las hipotéticas víctimas parecían en general encantadas, en el convencimiento de que estaban haciendo un buen negocio, con lo que asistían impertérritas a la lectura de la cascada de renuncias predispuestas. Así que pelillos a la mar, se decía mi amigo, y a terminar cuanto antes el embarazoso trámite.
Y así transcurrían sus días hasta que se desencadenó el incidente, pero antes o después tenía que pasar, pues estos casos de buscar la cuadratura del círculo son cada vez más frecuentes en la actividad notarial.
En ocasiones estos engorros tienen su origen en la conocida resistencia de algunas entidades de crédito a cancelar previamente las hipotecas de las fincas que van a ser vendidas y nuevamente hipotecadas, pero en el caso mi amigo no recuerda que hubiera una previa cancelación. La cuestión fue que, en una venta con financiación hipotecaria, el empleado de la entidad de crédito se presentó sin el previsto cheque bancario para pagar el precio, ofreciendo a cambio el pago mediante una transferencia bancaria OMF. Pero dicha transferencia no se realizaría hasta que se firmase la hipoteca por su cliente, el comprador, y la vendedora, el banco ese no bueno, o más bien las inmobiliarias que lo representaban, se negaban a firmar la venta hasta cobrar el precio. Después de desatadas las tensiones, pues el círculo vicioso era evidente, ambos bandos empezaron a vislumbrar un enemigo común, mi desdichado amigo, en ese punto ya con escasas opciones de salir con bien del entuerto.
Resulta que la inmobiliaria principal de la parte vendedora es una importante empresa, creo que participada por uno de nuestros dos grandes bancos, cuyo nombre siempre evoca en mí ecos de un personaje de cuento oriental, uno que gustaba de la compañía de gente de mal vivir, cuarenta amigos de lo ajeno, se nos dice.
Hay que reconocer que en un momento se propuso que fuese mi amigo quien aportase alguna solución al embrollo, y efectivamente lo intentó, llegando a redactar una cláusula en la que se condicionaba la eficacia traditoria y registral de la escritura de venta a la justificación del pago del precio. Mientras la escribía le asaltó alguna duda, pues recordaba haber leído en algún lugar que no cabe sujetar el contrato a la condición suspensiva de cumplimiento de la obligación principal. Pero concluyó que la voluntad de las partes debía de ser bastante para pactar lo que se ha dicho. Sin embargo, el horno no estaba para finuras jurídicas, como veremos.
Porque la secreta esperanza de mi amigo de triunfar con su cláusula, que él consideraba que le había quedado muy apañada, se tradujo en una negativa con cajas bastantes destempladas de la gran inmobiliaria a modificar su sacrosanta minuta. Y esto, aunque hirió en algo el orgullo de mi amigo, no fue el verdadero motivo de disputa, sino que, en un correo electrónico que he visto con mis propios ojos, aquella le ordenara cómo proceder.
Lo que debía hacerse, según le conminaban, era que las partes firmasen ambas matrices, de compraventa e hipoteca, las cuales permanecerían en barbecho hasta que solo después realizado el pago, trámite siempre de duración indeterminada, mi amigo las bendijese con su signo y firma, y si por un casual no se pagaba, se rompía lo firmado y santas pascuas. Así era como se hacía en el mundo normal, le informaron, y mi amigo no pudo evitar la ominosa sensación de que estaban siendo sinceros.
A todo esto, en la notaría habían transcurrido ya algunas horas de creciente tensión, con palabras algo gruesas entre las partes, y este último giro de los acontecimientos acabó tanto con la poca popularidad que conservaba mi amigo entre los presentes como con toda su paciencia. Así que algo impulsivamente contestó a las órdenes recibidas que quizás eso se hiciera así, pero no en su notaría, porque la solución propuesta estaba fuera de las legislaciones notarial y civil, aunque dentro de la penal, presuntamente, y que si seguían presionándole, lo que haría sería poner el asunto en conocimiento de los órganos colegiales a los efectos pertinentes. Esto último por supuesto que no era sino un brindis al sol por su parte, pues mi amigo puede ser algo ingenuo, pero tampoco es completamente bobo. No obstante, el intempestivo correo tuvo la virtud de frenar las tentativas de "presunto" fraude, y todos se fueron a sus casas, mascullando algo entre dientes sobre mi amigo y su familia, y a la semana siguiente estaban otra vez allí, con su pertinente cheque bancario y alguna media sonrisa, y todo concluyó rápido y sin ulteriores problemas.
Al menos eso creyó entonces mi amigo, que olvidó enseguida el incidente y siguió con su atareada nueva vida laboral. Pero pasados unos meses algo le hizo recordar lo que había sucedido.
Resultó así que un día autorizó la constitución de una sociedad limitada, una de las de CIRCE, y el cliente le contó que su intención era utilizarla para adquirir un edificio en una pequeña localidad cercana, que está experimentando cierto boom turístico. Y el vendedor era nuestro conocido banco no bueno. Nada de eso despertó inicialmente las alarmas de mi amigo, hasta que unos días después el mismo cliente acudió a la notaría para decir que, aunque le ofrecían varias alternativas en la zona, los vendedores se negaban terminantemente a acudir a la notaría de mi amigo, como era su deseo. Comentado el caso con los empleados, estos le informaron de que, desde el día del incidente, el flujo de las escrituras del tal banco se había interrumpido, algo de lo que él tampoco había sido consciente. Así que mi amigo sumó dos más dos, y consideró que había ingresado en una de esas listas negras de las que había oído hablar en algún foro de internet. Aunque yo creo que más bien le reactivaron una suscripción, en la que, por azares del cambio de destino, accidentalmente le habían dado de baja.
Llega el momento de aclarar que con todo esto no pretendo despertar lástima por mi amigo. Goza de buena salud, al menos que él sepa, y económicamente tampoco se puede quejar, pese a todo. Él mismo, si no lo pilláis en uno de esos momentos de autocompasión a los que es tan proclive, os reconocerá que tiene un trabajo generalmente envidiado, no sin alguna razón. Pero mi amigo, aunque no esté triste, sí está decepcionado. Y no lo está con las inmobiliarias, próximas o lejanas, ni por supuesto lo está con sus clientes, ni siquiera con el bancario que, si se hubiera acordado de traer el cheque, hubiera evitado el conflicto de antemano, sino consigo mismo, porque por algún mecanismo psicológico se culpa de haber elegido una profesión en la que hace tiempo que ya no cree.
Así que vino a mí en busca de consuelo, que es lo que hacen los amigos, pero pronto comprendió que no acudía a buen puerto. Lo más que conseguí articular como respuesta es que aprovechase las ventajas del cambio climático, se fuese a esa playa que tanto le gusta y se diese un baño y un paseo, y las generaciones futuras, pues ya se arreglarán. No sé si siguió o no mi bien intencionado consejo, pero, por si acaso, he decidido contar aquí sus penillas como me las transmitió, que quizás esto le pueda servir a él para algo, porque todo lo demás poco arreglo ya tiene.
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