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Busto de Julio César. |
Escuchando el otro día uno de esos audiolibros que se agolpan en mi audiobiblioteca (Roma Traicionada. Javier Negrete. La Esfera de los libros. 2021), me enteré de varias historias curiosas sobre los testamentos de alguno de los personajes que protagonizaron aquella turbulenta época, porque ya se sabe eso de "qué vivas tiempos interesantes", expresión de cuya realidad me temo que nosotros mismos vamos a poder dar fe en breve.
Como no soy historiador, ni siquiera un mediano diletante en estos temas, bien puede decirse que me dispongo a perpetrar una entrada sobre asuntos que no me son propios, empleando para ello la conocida técnica del copista, tan reputada en nuestros tiempos, y eso hasta en los más académicos foros. Consciente así de que nada de lo que aquí digo es especialmente novedoso, el único ánimo que de ahora en adelante me impulsa es el jocandi.
Empecemos con el testamento de César, el genuino César, porque posteriores Césares hubo muchos, hasta el punto de que la palabra pasó de nombre a título, pero ninguno fue comparable al divino Julio.
Para ponernos algo en contexto, en aquella época de transición de la república al imperio existían en Roma dos partidos, o más bien facciones, el de los populares y el de los optimates.
Los primeros pretendían lograr el poder apoyándose en las clases menos privilegiadas de la ciudad, mientras los segundos buscaban mantener en lo posible el status quo y, en último término, los privilegios de las clases dominantes, especialmente la senatorial. César, en parte por afiliación familiar, pues era sobrino político de Mario, y en parte por sentido de la oportunidad, se encuadró dentro de los populares, aunque el auténtico partido de César era el de César
Esto no significa que no fuese un patricio de alta cuna. La gens Julia, a la que pertenecía, era del más rancio abolengo, y él mismo presumió de que su padre descendía, por vía materna, de antiguos reyes de Roma, y por vía paterna de la diosa Venus, nada menos. Pero su familia, por elevados que resultasen sus supuestos orígenes, había venido con el tiempo un tanto a menos, aparte de situarse en el bando perdedor en las luchas entre Mario y Sila de la generación anterior.
César quedó huérfano de padre bastante joven, con quince años nos dice Suetonio, y su madre, Aurelia, que en la antigüedad fue modelo de maternidad, asumió un importante papel en su vida. Las fuentes clásicas destacan dos momentos en la relación de César con su madre.
En uno de ellos, algo escabroso, César, antes de una de esas batallas decisivas que tantas veces libró y ganó, tuvo un sueño con su madre de coprotagonista. El episodio nos lo refieren tanto Suetonio como Plutarco, aunque cada autor lo emplaza en un momento distinto de su vida (prefiero descartar que soñara eso dos veces). En palabras de Plutarco, que lo sitúa antes de cruzar el Rubicón: "la noche antes del paso del río tuvo un sueño nefando, pues le pareció tener comercio inconfesable con su propia madre". Lógicamente turbado por la experiencia, acudió a sus adivinos, quienes, haciendo en gran medida de psicólogos y sin conocer aún nada de don Sigmund, le explicaron que su madre representaba a la Tierra y que el sueño anunciaba su futuro dominio del mundo. Con ello consiguieron que lo tomara como un augurio positivo y que superase de golpe el predecible trauma.
En el segundo momento que destacan los autores encontramos a Aurelia en activa vigilancia de la casa de César (la Domus Pública, una residencia oficial que ocupaba por ser Pontífice Máximo), durante una fiesta religiosa exclusivamente reservada a las mujeres, la de la Bona Dea. Un zascandil de la época, que dio algo que hablar en el futuro, se disfraza de mujer y se introduce, con la ayuda de una sirvienta, en la casa, con la aparente finalidad de intimar con la esposa de César, Pompeya, animado tanto por el inveterado morbo de lo prohibido como por estar ya en previos tratos con la susodicha. Todo el pastel se descubre, al fin, gracias al celo de Aurelia, y el escándalo subsiguiente no fue menor, y no solo por el presunto adulterio, sino por el sacrilegio que todo ello implicaba.
Pero César, al tiempo que repudió de inmediato a su esposa, se mostró bastante tibio en su reacción hacia el infractor, negando en el juicio saber nada de las relaciones de este con su cónyuge, y preguntado por qué, siendo esto así, la había repudiado con cajas tan destempladas, pronunció el famoso dicho sobre la mujer del César. Así que su conducta en este punto, como en tantos otros, no fue ejemplo de transparencia.
Los comienzos de la carrera política de César, aun después de muerto Sila, distaron de ser fáciles. Básicamente, para abrirse camino y ganarse a la plebe contrajo importantes deudas, al punto que, cuando marcha como gobernador a Hispania, lo hace escapando por pies de sus acreedores, a los que tuvo que ofrecer a cambio una importante fianza, que le prestó, Craso, su futuro socio. Solo después, con la conquista de las Galias, sus problemas económicos se solucionarían de una vez y por todas.
Por cierto que, ya que estaba en Hispania, aprovechó para acercarse a mi tierra, lo que siempre es una buena idea, aunque en el caso no fuera del todo una buena nueva para los lugareños. Así nos lo cuenta Plutarco: "nada más llegar a Hispania,
comenzó a desplegar una gran actividad, de tal forma que en pocos días pudo
añadir diez cohortes a las veinte ya existentes; y marchando de expedición
contra los galaicos y lusitanos avanzó, de victoria en victoria, hasta el mar
exterior, sometiendo a pueblos que nunca antes habían obedecido a los romanos."
Todo esto no quita que César fuera un genio, y no solo en lo militar, sino también en otros campos, como la oratoria, la escritura y, en definitiva, la política, aparte de tener el necesario grado de fortuna. Aunque si lo pensamos bien, habiendo vivido una vida relativamente larga para la época (murió con cincuenta y seis años), debe casi exclusivamente a su última década y media el haber entrado de modo tan destacado en la Historia.
César fue, además, todo un conquistador, y no solo de pueblos, sino también de corazones, manifestando en esto un amplio abanico de gustos que le hizo merecedor de apelativos tales como "reina de Bitinia", en alusión a un presunto affaire de juventud con el rey de aquel lugar, "el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos", que le dedicó un fan, y el más mundano de "el calvo adúltero".
Parte de esta fama de César, fuera de la sempiterna maledicencia, se explica porque extremaba el cuidado de su apariencia, y entre los pocos aspectos en los que alguien como yo se puede identificar con un triunfador de su categoría quizás esté el de su preocupación por una prematura calvicie. Así nos lo cuenta Suetonio, “Era extremadamente minucioso en el cuidado de su aspecto físico, hasta el punto que no sólo se cortaba el pelo y se afeitaba cuidadosamente, sino que también se depilaba, como algunos le echaron en cara; le fastidiaba, sin embargo, en gran manera el defecto de su calvicie, pues sabía por experiencia que daba pie a las burlas de sus enemigos. Por consiguiente, acostumbraba echarse desde la coronilla hacia delante su escaso pelo y, de todos los honores decretados a su favor por el Senado y el pueblo de Roma, no hubo otro que recibiese y utilizase con más satisfacción que el derecho a llevar a perpetuidad una corona de laurel".
Yendo ya a lo de su testamento, corría el año 45 a.C, por tanto, solo un año antes de su muerte, que como se sabe le llegó más bien inesperadamente, aunque fuese precedida de toda clase de presagios, que él decidió ignorar, a decir de las fuentes. Y es que parece ser que, llegado un momento de su vida, César dejó de preocuparse en exceso por la posibilidad de ser despachado de este mundo anticipadamente, hasta el punto de que, según nos relata otra vez Suetonio, despidió a su escolta de soldados hispanos.
Este último testamento modificaba uno previo, de unos diez años antes, en donde César instituía heredero a su entonces amigo y yerno, Pompeyo.
Parece que el lugar de la redacción de su testamento fue una villa que César poseía no lejos de Roma.
Aprovechó para redactarlo unas pequeñas vacaciones que se tomó de vuelta de Hispania, donde había vencido con bastantes apuros a los hijos de Pompeyo, mientras esperaba a que se le preparase en Roma el consiguiente triunfo.
El contenido del testamento nos lo relaciona así Suetonio:
"Así pues, a petición de su suegro Lucio Pisón, se abre y se lee en casa de Antonio el testamento que César, en los anteriores idus de septiembre, había redactado en su finca de Lavicano y entregado para su custodia a la virgen Vestal Máxima. Dice Quinto Tuberón que, desde su primer consulado hasta el inicio de la guerra civil, solía dejar como heredero a Cneo Pompeyo, y así lo había proclamado ante sus soldados en una asamblea. Pero en su último testamento nombra como herederos a los tres nietos de sus hermanas: a Cayo Octavio de las tres cuartas partes de sus bienes y a Lucio Pinario y Quinto Pedio de la cuarta parte restante. En la parte última del documento adoptaba a Cayo Octavio como miembro de su propia familia y le daba su nombre. Como tutores de su hijo, en caso de que llegase a tener alguno, designaba a varios de sus asesinos y a Décimo Bruto le nombraba, incluso, entre los segundos herederos. Al pueblo le legaba, para disfrute público, sus jardines junto al Tíber y trescientos sestercios por cabeza.”
Y esta es la versión de Apiano:
"Se trajo a presencia de todos el testamento de César y el pueblo ordenó que se leyera de inmediato. En él se nombraba hijo adoptivo de César a Octavio, el nieto de su hermana. Sus jardines eran legados al pueblo como lugar de esparcimiento, y legó a cada uno de los romanos que aún vivían en la ciudad, la cantidad de setenta y cinco dracmas áticas. El pueblo se agitó un poco, con ira, al ver el testamento de un hombre amante de su patria, sobre el que antes habían oído la acusación de tirano. Pero lo que les pareció más digno de piedad fue el hecho de que Décimo Bruto, uno de los asesinos, figuraba inscrito como hijo adoptivo en segundo grado, pues es costumbre entre los romanos inscribir a otros herederos por si los primeros no pueden heredarlos".
Algo más parco es Nicolás de Damasco, quien se refiere al contenido del testamento al narrar el viaje de Octavio desde Apolonia, en Iliria (la actual Albania), donde residía como estudiante del filósofo Apolodoro, a Roma, una vez enterado de la muerte de su tío. Llegado Octavio a un un pueblo llamado Lupia, alguien que procedía de Roma le informó de que había sido nombrado en el testamento de César como su hijo y de que tres cuartos de la hacienda de César le habían sido legados a él y un cuarto a otros. También le dijeron que de su parte tenía que dar setenta y cinco dracmas a cada ciudadano y que César había encargado las disposiciones de su funeral a su madre, Acia
No proporcionan estos textos demasiados datos sobre la forma del testamento de César, más allá de que fue escrito y depositado por César a cargo de la Vestal Máxima. Pero en la época de César las formalidades testamentarias se habían suavizado respecto de tiempos más primitivos, así que su testamento se ajustaría a estas nuevas modalidades, en las que lo esencial era la presencia de testigos, la redacción del testamento en las tabulae y su sellado por el testador y por los testigos.
El testamento era en Roma, como en nuestro derecho, un acto solemne, que debía ajustarse a formas predeterminadas. Así lo define Ulpiano: "El testamento es la declaración de nuestra intención hecha ante testigos, conforme a derecho y de forma solemne, para que valga después de nuestra muerte".
Dejando al margen del testamento militar (in procinctu), que tenía un carácter especial y privilegiado, habían caído ya en desuso en época de César los testamentos ante el pueblo reunido en comicios, que presentaban obvios inconvenientes (por ejemplo, solo se podían otorgar en dos fechas prefijadas del año). Esta evolución se sitúa en el marco del conflicto social entre patricios y plebeyos, pues mientras los testamentos comiciales estaban pensados solo para los primeros, el deseo de los plebeyos de poder testar hizo necesaria una flexibilización formal.
En el ámbito del ius civile, se aprovechó la mancipatio familae para dar lugar al testamento per aes et libram (por el bronce y la balanza), en que se simulaba una venta de la herencia a favor de un tercero, el familiae emptor, mediante una declaración solemne (mancipatio), todo ello al tiempo que el libripens golpeaba una balanza con una moneda de cobre, y con intervención de cinco testigos. El familiae emptor no era un verdadero heredero, pero "conseguía el papel de heredero" (Gayo), quedando encargado de dar a los bienes el destino ordenado por el testador, como una especie de fiduciario o heredero de confianza. Aunque la esencia del testamento continuaba siendo la declaración oral del testador, su contenido se recogía por escrito, bien por el propio testador, bien por un tercero, en unas tablillas de cera (tabulae), formulando el testador su declaración formal testamentaria (nuncupatio) con referencia a estas tabulae, que se cerraban con los sellos del testador y de los testigos.
Así nos lo explica Gayo en sus Instituciones:
"Los otros dos tipos de testamento han caído en desuso. Sólo se ha conservado éste, el que se hace por el bronce y la balanza. Evidentemente, en la actualidad se realiza de forma diversa a como se hacía antes, en que un comprador del patrimonio del testador, esto es, el que recibía en mancipación el patrimonio del testador ocupaba el lugar de heredero, y por ello mandaba el testador que a su muerte repartiera los bienes como él dejaba establecido. Ahora, en cambio por una parte se instituye heredero por testamento, a través del cual también se dejan legados, y por otra, se recurre al comprador del patrimonio por pura fórmula y para imitar el antiguo derecho. Esto se hace de la siguiente manera: el que ordena el testamento, tomados cinco testigos, igual que en las demás mancipaciones, ciudadanos romanos púberes, y un libripens, después que ha escrito las tablillas del testamento, mancipa a alguien por pura fórmula su patrimonio; al hacer esto, el comprador del patrimonio emplea estas palabras: “Afirmo que acepto el encargo sobre tu patrimonio, poniéndolo bajo mi custodia, y para que puedas hacer con derecho testamento según la ley pública, lo compro con este bronce y –según añaden algunos– con esta balanza de metal”. Seguidamente, golpea la balanza con la moneda, y la entrega al testador en calidad de precio. Finalmente el testador, sosteniendo las tablillas del testamento con entreambas manos, dice lo siguiente: “Tal y como ahora aparecen escritas estas tablillas y cera, así doy, así lego, así testo, y así vosotros todos, Quirites, prestareis testimonio en mi favor”. Todo esto es lo que se llama la nuncupación, pues “nuncupare” es tanto como nombrar públicamente, públicamente, y ciertamente parece ser que lo que el testador escribió en privado sobre las tablillas del testamento lo lee en alta voz o más bien, por así decirlo, confirma ante testigos."
Pero con el ius civile coexistía en Roma el ius honorarium o derecho pretorio, que tendía a suavizar las formas solemnes. El pretor, en cuanto magistrado dotado de imperium, podía conceder la bonorum possessio al designado heredero en el testamento escrito, aun sin cumplirse todas las formalidades del ius civile. Así, en el caso del testamento se termina por prescindir en el derecho pretorio tanto esas declaraciones rituales (mancipatio y nuncupatio) como de las figuras del familiae emptor y del libripens, que pasan a ser unos testigos más.
Redactado el testamento, podía ser confiado por el testador a un tercero que asegurase su conservación, y fallecido el testador se procedía a la apertura del mismo a través de un procedimiento con intervención del Pretor. A todo ello no eran ajenas consideraciones fiscales, pues en Roma existía impuesto de sucesiones (así que cuando nos preguntemos qué han hecho por nosotros los romanos, acordémonos también de esto). Del testamento, una vez abierto, se permitía obtener copias, y posteriormente se volvía a cerrar y se depositaba en el archivo, antecedente del protocolo notarial.
Del relato de los autores resulta que Octavio no conoció el testamento de César hasta después de fallecido este. Esto puede ser un indicio de que César mantuvo secreto el contenido del mismo, incluso para los testigos que intervinieron en el mismo, lo que era posible.
También es llamativo el que César recogiese una previsión sobre nombramiento de un tutor en el caso de llegar a tener algún hijo futuro, pero sin realizar atribución patrimonial alguna a favor de estos, ni tampoco desheredarlos expresamente, lo que hubiera implicado su preterición y la nulidad de las disposiciones testamentarias.
Pero los autores referidos no transcriben literalmente el testamento de César, sino que relacionan los aspectos del mismo que desean destacar, lo que ha dado pie a interpretaciones diversas sobre su real contenido. Esto es así particularmente en relación a la institución y adopción testamentaria de Octavio, que para algún autor sería solo una declaración de intenciones futura, sin verdadero valor jurídico, circunstancia que la posterior literatura imperial habría ocultado.
César depositó las tablillas que contenían su testamento en el templo de Vesta, situado al lado de su casa, a cargo de la Vestal Máxima (lo que también hicieron Marco Antonio y Augusto), como medio de garantizar su conservación por el carácter inviolable que tenían estas sacerdotisas que cuidaban del fuego sagrado y eran depositarias de los símbolos de la ciudad (aunque, como veremos, esa precaución no siempre garantizaba el fin perseguido).
Lógicamente, los historiadores antiguos y modernos prestan atención, más que a los aspectos jurídicos del testamento, a sus consecuencias políticas, que fueron trascendentales, pues sobre su adopción por César construyó Octavio su futura carrera. Se puede así considerar el testamento de César uno de los verdaderos puntos de inflexión de la historia.
Pero, al margen de sus consecuencias a medio y largo plazo, la lectura del testamento tuvo un efecto destacado en los acontecimientos inmediatos a su muerte, como nos relata con bastante detalle Apiano, a quien básicamente copio en lo que sigue.
Tras el asesinato de César, que
tuvo lugar durante una sesión del senado, y al pie de una estatua de Pompeyo, en
una de esas ironías de la Historia, tanto los conspiradores, quienes con la impresión del momento se habían apuñalado entre sí algo menos que a la víctima, como los demás senadores
entraron en pánico y huyeron despavoridos, iniciándose los esperables disturbios callejeros.
Diversos factores contribuían a complicar una situación ya de por sí delicada.
Por un lado, el poder militar lo ostentaba Marco Lépido,
futuro triunviro con Octavio y Marco Antonio, quien era el magister equitum o jefe de la caballería, y que disponía de una legión asentada
en las inmediaciones de Roma. Era un cesariano.
Marco Antonio, también cesariano, aunque más a su manera, era cónsul y como tal asumió un papel preponderante en aquel momento, manejándose con cierta astucia, lo que no concuerda del todo con la imagen de bruto que la posterior propaganda octaviana nos ha transmitido.
Así que Antonio, como cónsul, convocó una sesión del senado para el día
siguiente al asesinato, en la que el primer punto a
debatir fue qué calificación dar a lo sucedido.
Si se consideraba a César un
tirano, como pretendían los conspiradores, que se denominaban a sí mismos libertadores, la muerte de César estaría legitimada. Pero Antonio hizo a
ver a sus colegas senatoriales los inconvenientes prácticos de dicha opción.
Por
un lado, en la ciudad se encontraban entonces muchos veteranos de César, que habían sido
asentados por este como colonos o esperaban un próximo asentamiento, y que
temerían en ese caso por el destino de sus colonias y recompensas.
Por otro, calificar a
César de tirano hubiera impedido hacerle un funeral de Estado. Más bien, su
cadáver debería ser arrastrado y arrojado al Tíber, lo que el pueblo de Roma
podía no entender, dados los múltiples honores y magistraturas que ostentaba.
Y
por último, César, en previsión de una inminente campaña contra los partos, cuyo inicio tenía previsto para apenas cuatro días después de ser asesinado, había decidido de antemano los
nombramientos de magistrados para los próximos cinco años. Si se lo consideraba
un tirano, tanto los nombramientos vigentes como esos futuros serían
inválidos, y los más interesados en que esto no fuera así eran los propios
senadores, a quienes iban destinados dichos cargos.
En vista de lo expuesto por Antonio, se llega a una solución de compromiso, siquiera temporal. Por un lado, se reconoce la
legitimidad de los actos de César, lo que conllevaba descartar su consideración
de tirano, y que se le realizara un funeral con cargo al erario público y con todos los
honores. Pero al tiempo se descarta actuar contra sus asesinos,
concediéndoles una especie de amnistía en razón a su noble condición e intenciones. Marco Antonio quedó encargado de pronunciar la oración fúnebre, como cónsul,
amigo y pariente de César, nos dice Apiano.
Surge entonces el tema del
testamento. Entre los senadores presentes aquel día se encontraba Lucio Calpurnio Pisón, padre de la viuda de César, a quien correspondía legalmente la apertura y lectura del
testamento. Los conspiradores trataron de evitar, con amenazas más que con argumentos, que esa lectura se realizara públicamente, a lo que Lucio se resistió, en lo que fue apoyado
por Antonio, que, nadando entre dos aguas, logra que se vote favor de la lectura pública del testamento.
El efecto de esta lectura, en
unión al dramático elogio fúnebre de Antonio (a nuestra posteridad ha llegado la versión de Shakespeare, convenientemente embellecida por el autor), terminan por inclinar la balanza de los
ánimos en contra de los conspiradores, que tienen que huir
apresuradamente de Roma, aunque aún iban a dar bastante guerra, pero esa es
otra historia.
Es de apuntar que, cuando dicho testamento se presenta ante el senado, se habían quebrantado sus sellos (el de César tenía forma de elefante), lo que ha dado lugar a cierta discusión entre los especialistas sobre una posible apertura y lectura privada del testamento previa a la pública (Suetonio nos indica que el testamento fue abierto y leído en casa de Antonio).
En cuanto al efecto de la lectura del testamento en el ánimo popular, si Suetonio señalaba que lo que conmovió al pueblo fue el legado de César a su favor, trescientos sestercios para cada uno, una cantidad apreciable para los proletarios de Roma (se ha calculado que podían llegar hasta trescientos mil los potenciales beneficiarios), Apiano resalta la conmoción que produjo el que César designase a uno de sus asesinos, Décimo Bruto Albino, como heredero en lugar de Octavio (una especie de sustitución vulgar, lo que era costumbre hacer, nos aclara el autor, entre los romanos),
de modo que si Octavio no hubiera aceptado la herencia, la condición de heredero e hijo de César hubiera correspondido a Décimo. Este Décimo no es el Bruto famoso, sino un primo suyo, amigo personal de César, y quien le
convenció de acudir aquella mañana al Senado, pues César se había levantado un tanto indispuesto (sufría de vértigos, entre otras dolencias). Después jugó un papel relevante, pero desgraciado, en la consiguiente guerra
civil, terminando sus días, abandonado por sus hombres, a manos de un caudillo galo, que lo capturó y decapitó, enviando su cabeza a Antonio.
Por último, ocupémonos un poco de la cuestión de la adopción de Octavio y su nombramiento como heredero.
César no tuvo hijos varones, olvidándonos ahora de Cesarión (el pequeño César), al que no reconoció formalmente. Aunque de esta cuestión parece que también se ocupó en su testamento, pues nos dice Nicolás de Damasco: "Algunos dijeron que César había decidido
proclamar Egipto (donde la reina Cleopatra frecuentaba su cama y le había dado
un hijo, Cesarión, afirmación que él mismo rechazó como una mentira en su
testamento) para que fuera la capital imperial". Aunque hay que recordar que Nicolás de Damasco era un partidario de Augusto, quien se esforzó en negar la paternidad de César sobre Cesarión, y que hizo matar a este, una vez derrotados Antonio y Cleopatra.
Sí había tenido César de su primera mujer una hija, llamada Julia, a la que casó con Pompeyo, en la época en que ambos generales eran aliados, falleciendo Julia de parto, y pocos días después también el hijo recién nacido, todo ello con gran pesar tanto de Pompeyo como de César, dice Plutarco.
Octavio era pariente de sangre de César, pues su madre era Acia, hija de Julia, hermana de César. Así que era su sobrino nieto, y como "tío" se refería Octavio al mismo, hasta que, abierto el testamento, empezó a llamarle padre.
César se había fijado en Octavio como su posible heredero y, llegado un punto, lo tuteló y se ocupó de su educación.
En Roma, la adopción era un medio frecuente de evitar que un pater familias que no había tenido hijos propios falleciese sin heredero, lo que se consideraba motivo de infamia. Existían dos formas. La adoptio, que recaía sobre un alieni iuris, esto es, sobre quien se hallaba bajo la potestad de otro, precisándose el consentimiento de este. Y la llamada adrogatio, que tenía por objeto a quien no estaba bajo la potestad de un tercero, un sui iuris.
Este último sería el caso de Octavio, cuyo padre biológico había fallecido cuando tenía cinco años y que ya había asumido la toga viril.
Pero la adrogatio testamentaria de Octavio suscitaba dudas de legalidad, y eso suponiendo que fuese verdaderamente tal y no una mera intención de adoptar futura, pues tanto la adoptio como la adrogatio debían realizarse en presencia de ambas partes, lo que no podía darse en el caso de ser testamentaria. Según Anthony Everitt (Augusto, el primer emperador. Austral. 2012), la adopción testamentaria era infrecuente, pero posible si se aprobaba con una lex curiata.
Por otro lado, Octavio no estaba bajo la potestad de César al fallecer este, y por ello no era un heredero necesario del mismo, debiendo aceptar la herencia para que esta tuviera efecto. Así lo hizo, contra el parecer de algunos allegados, compareciendo al efecto ante el pretor.
Por todo ello, Octavio pretendió que el contenido del testamento de César fuese aprobado por los comicios curiales, a lo que Marco Antonio se opuso por todos los medios, hasta que Octavio se plantó en la ciudad con sus legionarios y el asunto quedó adecuadamente refrendado por el Senado. Se cuenta que el centurión que mandaba los hombres de Octavio, tocándose la espada, dijo a los senadores: "si vosotros no lo aprobáis, esta lo hará", argumento que terminó con cualquier debate jurídico.