martes, 16 de mayo de 2023

Don Eugenio Montero Ríos.



Este es Don Eugenio María Montero Ríos, también conocido en sus tiempos como o Cuco de Lourizán. Sin tener el dato cierto, diría que no habrá habido demasiados casos en que alguien haya desempeñado de una tirada los cargos de Ministro de Justicia, Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo de Ministros. Es cierto que la política del siglo XIX no era la de hoy, algunos dirán que para bien, pero no deja de parecerme un logro notable. Aunque, por otra parte, le tocó el marrón de firmar en París el Tratado por el que terminó la guerra de Cuba, certificando el fin del Imperio, y eso no se lo perdonó el pueblo.

Además de lo dicho, Don Eugenio fue muchas otras cosas: catedrático de Derecho en diversas universidades, rector de la Institución Libre de Enseñanza, abogado, con uno de los mejores bufetes de Madrid y Decano de su Colegio, Presidente del Senado, y en general benefactor especialmente de su ciudad natal, Santiago de Compostela, donde impulsó la realización de obras arquitectónicas aún presentes, como la facultad de Medicina o la actual sede del Parlamento de Galicia.

Su estatua se levanta en la plaza de Mazarelos en Santiago, donde pasé un par de días esta Semana Santa. Es obra de Mariano Benlliure, un reconocido pintor y escultor valenciano, y pasó de su inicial ubicación en la plaza del Obradoiro, dando lugar a no pocos comentarios, a una mucho más discreta colocación en la de Mazarelos, donde permanece hoy en medio de facultades universitarias y de bares con terraza, los cuales tuve a bien honrar en esos días de descanso.

Y todo eso me trajo algunos recuerdos nostálgicos, como es propio de la persona mayor que para mi cierta sorpresa ya soy, pues al lado de aquella estatua está la antigua facultad de filología, en cuya biblioteca muchas mañanas de algún curso universitario hice que estudiaba junto a unos buenos amigos. Lo peor del caso es que me acuerdo con afecto de ellos y de sus nombres, pero lo que no consigo recordar son sus apellidos, y ello me impide cotillear debidamente qué habrá sido de sus vidas, por más que también sé que esos cotilleos tardíos a veces conducen a desagradables hallazgos. Aunque como me dice mi más cercana compañía, cuando derramo sobre ella estos ataques de prevejez, lo que debería es dar las gracias por conservar la suficiente salud y peculio para ser considerado objetivamente un ser humano afortunado, y de hecho las doy, pero no a todas horas. 

Es esa nostalgia la que en último término me ha llevado a escribir esta entrada y por si acaso necesitara alguna excusa mayor diré que nuestro protagonista era hijo de notario y así creo que ya cumplo. Aunque verdaderamente el padre de Don Eugenio fue escribano de Audiencia, con lo que quizás estaría más próximo a los actuales Letrados de la Administración de Justicia que a los modernos notarios.

Se considera a nuestro prohombre el epítome de la política caciquil en la Galicia de entonces, aunque también se opina que Galicia no ha cambiado demasiado en los últimos dos mil años, y lo de Don Eugenio fue antes de ayer, como quien dice.

Como político, defendió un sistema monárquico, centralista y liberal, aunque se ganó una acreditada fama de anticlerical, a lo que contribuyó no poco su participación en las leyes como las del matrimonio civil y la longeva ley "provisional" del registro civil, ambas de 1870. Se dice que en unas elecciones a diputado en Pontevedra a su urna se le puso el cartel de “infierno" y a la de su rival el de "cielo" y algunos ofendidos primigenios se referían a él como "Lutero" Ríos. Pero más que atacar a la Iglesia por animadversión, lo que se pretendía con tales normas era lograr la separación efectiva entre Iglesia y Estado, de acuerdo con los postulados de la ideología liberal, siendo en lo personal Don Eugenio un devoto católico y ex seminarista.

Las dos leyes antes citadas fueron promulgadas siendo nuestro protagonista Ministro de Justicia y corresponden a la etapa inicial del llamado sexenio democrático, iniciado tras la Revolución Gloriosa de 1868, que provocó la expulsión de la campechana Isabel II del trono. Fue aquel un momento de gran actividad legislativa, en el que también hubo ocasión para ocuparse de la legislación notarial-registral, con la Ley Hipotecaria de 1869-1870 y una Ley de aranceles notariales de 1870, lo que nos muestra como estas instituciones eran consideradas básicas en el pensamiento político-económico de la época.

Fue uno de los principales defensores, o casi mejor se diría de los escasos defensores, del rey Amadeo de Saboya, que también podría ser el de los tristes destinos, pues llegó a España justo a tiempo para presidir el funeral del asesinado presidente Prim y protagonizar la crónica de un fracaso anunciado, en uno de esos puntos de inflexión de la historia patria.

Tras la caída de Amadeo, a quien acompañó en su viaje de salida de España hasta Lisboa, después de haber redactado su discurso de abdicación, Don Eugenio, monárquico convencido, aunque antiborbónico por entonces, se retiró de la vida política, dedicándose a su próspero bufete de abogados en Madrid. Desde allí contempló las convulsiones de la Primera república y los primeros tiempos del reinado de Alfonso XII, aunque poco después la atracción por el poder venció sus escrúpulos contra la resiliente dinastía, volviendo al escenario político con renovados bríos.

Durante la restauración perteneció al partido liberal de Práxedes Mateo Sagasta, que se repartió por turnos el poder con el partido conservador encabezado por Cánovas, en un sistema que se quiso copiar del británico y que tuvo un innegable éxito, dificultades de la época al margen, pues su Constitución de 1876 marcó un hito de longevidad entre las normas supremas españolas, aún no superado.

De hecho, su partido era la izquierda de los dos partidos dinásticos. Pero eso no lo sitúa en una posición semejante ni a la previa izquierda jacobina, ni a la incipiente socialista de sus tiempos, ni siquiera a la actual, sea esta lo que sea. Vamos que no tenía nada de revolucionario y casi nada de social, en una época de voto masculino y fraude electoral generalizado y donde las reivindicaciones de las clases menos favorecidas no gozaban de verdadera representatividad política.

Se le criticaba a Don Eugenio su nepotismo. Tuvo ocho hijos, cuatro hombres y cuatro mujeres, y varios de sus hijos varones y también de sus yernos participaron de modo destacado en la vida política. Uno de los vástagos, Avelino, fue diputado por Mondoñedo, aunque fuera cunero, y su yerno, Manuel García Prieto, llegó como él a Presidente del Gobierno, aunque cosas parecidas he visto yo en democracias tan acreditadas como la estadounidense, y no hace tanto.

En una prueba más del éxito que acompañó a su prole, ese mismo hijo, Avelino Montero Villegas, fue, además de diputado, fiscal en el Tribunal Supremo, donde se especializó en materias de protección menores. Y así todos.

El poder que alcanzó Don Eugenio despertó las habituales reacciones de temor y reverencia. Un ejemplo de lo segundo es el numeroso cortejo que lo acompañó hasta el lugar de su último reposo en el Pazo. Y en cuanto a lo primero, en palabras de otro de sus yernos, no había quien hablara con él dos veces que no pensara en canonizarlo, pero nadie que hablara cuatro que no empezara a sentir miedo.

De sus saberes jurídicos no cabe dudar. Sin embargo, no ha dejado una gran obra doctrinal, o al menos no es de un gran interés actual, ocupándose principalmente de las relaciones entre Iglesia y Estado, tema entonces candente. Y es que no siempre saber mucho implica escribir mucho y a la inversa, de lo que quien suscribe es prueba viva. 

Después de una vida de éxitos políticos, le llegaron también algunas decepciones, como su ya mencionada participación a regañadientes en el Tratado de París, donde intervino a petición personal de la regente, María Cristina, o su cese intempestivo como Presidente del Consejo de Ministros. Este último episodio es bien conocido. Tras una viñeta satírica de una revista catalana (Cu-Cut), un grupo de trescientos militares asalta las instalaciones. La chanza, vista con ojos actuales, no parece para tanto, pero eran otros tiempos y otras sensibilidades. Don Eugenio trató de resistir la presión de los círculos militares a favor de los asaltantes, pero el Rey prefirió alinearse con estos, lo que causó su caída de la Presidencia, y de paso generó un gran impulso social para el catalanismo, entonces incipiente. También acabó por provocar la vuelta del ejército a la vida civil, con la aprobación de una Ley de Jurisdicciones que atribuía a la justicia militar los delitos contra el honor del ejército, vida civil de la que tardó en salir, como es conocido.

En su testamento Don Eugenio declaró su voluntad de devolver todas las condecoraciones y honores recibidos de la monarquía, que no eran pocos. Dio la excusa de que deseaba un funeral íntimo, aunque no es difícil adivinar su decepción con un sistema al que tan largamente había servido, no sin algún beneficio. Pero si alguien como él se decepcionó con el sistema, qué nos queda esperar a los demás.

Con todo, diría que su figura conserva hoy una cierta buena imagen, al menos en la que fue su tierra, o al menos para mí, que le tengo alguna simpatía, desde la distancia histórica y como personaje revestido de un áurea de astucia galaica, aunque el ser un político típico de la restauración hace difícil que nuestros modernos partidos, incluso los que llevan etiqueta de gallegos, se identifiquen cómodamente con él. 

Con motivo del centenario de la instalación de su referida estatua en la Plaza del Obradoiro (2016), se publicó por la Diputación de A Coruña un estudio sobre su vida  ("Eugenio Montero Ríos. A Restauración e o Urbanismo clientelar en Santiago de Compostela". Margarita Barral Martínez y Pablo Costa Buján - eds-). Es una obra colectiva de reputados especialistas y de gran interés, que se centra en el estudio del "monterismo" como fenómeno político en la Galicia de entonces. 

No digo yo que aquel fuera el mejor mundo de los posibles, y cualquiera que haya leído los Pazos de Ulloa preferirá no haber vivido aquellos tiempos, especialmente en el papel de vasallo, que es sin duda el que me hubiera tocado.

Pero Don Eugenio y el Marqués de Ulloa no tenían realmente mucho que ver. Es posible que ambos fueran caciques, pero en el caso de Don Eugenio no se trataba de una riqueza heredada y procedente de rentas, sino nuevamente adquirida con su trabajo profesional, sobre todo de abogado. Pertenecía así Don Eugenio a una nueva clase de dirigentes, profesionales y altos funcionarios, que irían ganando cada vez mayor peso en la vida política y de hecho nuestro protagonista tuvo a bien rechazar los títulos nobiliarios que se le ofrecieron.

Además, el tan denostado caciquismo al menos tenía algo de relación personal con el patrón, siendo un fenómeno con hondas raíces históricas. Del mismo modo que César o Pompeyo recibían en su casa a sus clientes para atender a sus ruegos, a cambio por supuesto de sus votos, lo hacía Don Eugenio con los suyos en su pazo de Lourizán, y con igual objetivo. 

Se podría argumentar que en un sistema clientelar como aquel el voto de un individuo tenía un valor, por relativo que fuera, lo que dudo que se pueda afirmar después de lo que alguien llamó la revolución de las masas. Con el individuo se negocia, aunque no sea en pie de igualdad, y su voto quizás lo venda, pero no lo regala; a las masas se las dirige o pastorea, o al menos se intenta, y todo atisbo de cercanía entre gobernante y gobernado desaparece, parafernalias electorales aparte. La negociación individual se sustituye así por una cierta identidad de tribu, no muy distinta a la del sufrido aficionado deportivo, siempre claro que no sea del Madrid, que esos sufren poco, al menos para mi gusto. Y con esto no digo que los políticos actuales no repartan prebendas interesadas, que lo hacen y en abundancia, aunque parecen haber asumido que en eso del reparto hay que empezar por uno mismo. 

Ya comprendo, sin embargo, que el mundo moderno es complejo y no se puede explicar con simplezas como las mías. Así que aquí lo dejo que estos al fin no son mis negociados, y la finalidad nostálgica que me animaba la doy por cumplida.



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