miércoles, 26 de octubre de 2022

El testamento de Augusto.

 



Habiéndome ocupado en una entrada previa del testamento del divino Julio, voy a dedicar esta al de su sucesor, Octavio, quien tras su adopción por César empezó a usar el nombre de este, y finalmente pasó a la historia con el cognomem que le concedió el Senado, Augusto.

Antes de empezar, reiteraré mis advertencias de diletantismo. La única finalidad que me anima es la de entretenerme, así que, parafraseando al Sr. de Montaigne, si alguien viene aquí buscando ciencia, está en el camino equivocado. 

Sobre la importancia histórica de la figura poco hay que insistir. Uno de sus modernos biógrafos (Anthony Everitt) lo califica de padre de la civilización occidental, nada menos. Pero no se trata aquí biografiarlo, sino de ocuparnos de su testamento, aunque la compresión del contenido del mismo exija hacer alguna referencia a su vida.  

Pese a esa importancia histórica de Augusto, no son muchas las fuentes clásicas que sobre él se han conservado. Las literarias principales son Suetonio y, en alguna menor medida, Dion Casio, aunque el primero sea comúnmente denostado por los modernos historiadores, a quienes, sin embargo, no les queda más remedio que aprovecharse de su obra para elaborar sus propias versiones. También se conserva el relato que el propio Augusto hizo de su vida pública, el cual se grabó en bronce para ser expuesto, las Res gestae divii Augusti.

Es cierto que el denostado Suetonio, al contar la vida de Augusto, no hace una exposición cronológica de la misma. Y algunas omisiones en su narración resultan llamativas. 

Así, no ofrece Suetonio gran información sobre la relación de Augusto con su esposa, Livia, más allá de que fue un matrimonio querido, y nada dice de la supuesta afición de ella a las sustancias ponzoñosas, sobre la que han corrido ríos de tinta. 

Lo que sí recoge Suetonio son anécdotas en abundancia, más o menos contrastadas, que terminan por pintar un retrato bastante completo del personaje.

Parece que Augusto era muy aficionado al juego, a las bromas pesadas y a las frases redondas. 

Algunas de estas se han hecho famosas, como la de "me disteis una ciudad de ladrillo y os dejo una de mármol", o sus supuestas últimas palabras ("la representación ha terminado; si os ha gustado, aplaudid"), aunque ya se sabe que esto de las últimas palabras hay que tomarlo siempre con una pizca de sal.

Entre tales frases, me ha llamado la atención una que ha llegado más o menos hasta nuestros días: "te pagarán ad calendas grecas", lo que viene a significar que nunca, pues el calendario griego no tenía tales "calendas" (el primer día del mes); y otra sentencia de Augusto que recoge Suetonio, con la que el emperador ha conseguido transmitirme cierto consuelo profesional a través de los siglos, es: "Se hace suficientemente rápido lo que se hace suficientemente bien", hasta el punto que he pensado imprimirla en letras bien grandes y colgarla de cartel recibidor en la notaría.

Una ingeniosidad más que se le atribuye, aunque esta no la cite Suetonio, es la de "preferiría ser el cerdo de Herodes que su hijo", que incluye una doble referencia a las leyes alimentarias judías y a la mejorable conducta de Herodes para con su prole, conducta que pudo inspirar alguna famosa historia navideña.

Entre los sucedidos de Augusto que cuenta Suetonio, algunos tienen carácter jurídico. Destacaré varios, por su relación con la materia hereditaria que nos ocupa.

Al tratar de las actividades judiciales de Augusto, a quien se podía recurrir en última instancia, aunque no siempre resolviese estos recursos personalmente, nos cuenta Suetonio el siguiente caso:

"en una ocasión en que se juzgaba acerca de un testamento falsificado y en la que todos los firmantes de éste estaban detenidos en virtud virtud de la ley Cornelia, no entregó solamente a los jueces las dos tablillas, condenatoria y absolutoria, sino que les dio también una tercera, por la que se perdonaba a aquellos que se demostrara que habían sido inducidos con engaño o por error a firmar como testigos del testamento".

La anécdota asume las severas sanciones que la ley Cornelia había impuesto a los falsificadores de testamentos y por extensión de otros documentos, que iban desde el destierro en una isla hasta en algunos casos la pena capital. Aunque hay que decir que la severidad con el falsificador pervivió en el derecho histórico, de modo que las Partidas disponían: "Si el escribano de algún concejo hiciere carta falsa, córtenle la mano con la que la escribió y quede infamado para siempre" (Partida Séptima. Título VII. Ley VI).

Está claro que eran otros tiempos, no sé si del todo mejores o del todo peores.

Otra historia sucesoria curiosa en el relato de Suetonio es la del interés de Augusto en ser beneficiario de las disposiciones testamentarias de sus amigos. Dice el autor:

"él, que nunca quiso aceptar nada del testamento de un desconocido, examinaba, en cambio, cuidadosa y escrupulosamente las últimas voluntades de sus amigos, sin disimular su disgusto, si su herencia era escasa o era poco elogiado, o su alegría, si alguno había procedido con gratitud y afecto. Los legados y las partes de las herencias que cualquier padre de familia le dejaba a él, las cedía inmediatamente a sus respectivos hijos o, si éstos todavía no eran mayores de edad, tenía por costumbre devolvérselas el día que vestían la toga viril o el día de sus esponsales, pero incrementadas con intereses".

Y también nos dice Suetonio: "Contrarrestó mediante un edicto las sarcásticas y malévolas burlas de algunos ciudadanos. Nada hizo, sin embargo, para refrenar el injurioso descaro de algunos testamentos", pues, según parece, los ciudadanos romanos aprovechaban su testamento para decir lo que verdaderamente pensaban del emperador.

En cuanto al contenido del testamento de Augusto, su comprensión exige referirnos, aunque sea brevemente, a su azarosa vida familiar.  

Augusto nació en una familia que no pertenecía a la aristocracia senatorial, sino al orden ecuestre, y además de provincias. Ese orden ecuestre lo podríamos considerar la clase media de la época, aunque la distancia entre el mismo y los órdenes inferiores era mayor a la que puede existir en nuestros días entre las correlativas clases sociales. Además, los caballeros romanos podían dedicarse legalmente al comercio y también al cobro de impuestos, lo que a los senadores estaba vedado, y tales actividades, aunque no aportaran prestigio, sí podían suponer pingües beneficios. 

Pero está visto que, entonces más que ahora, el dinero no lo es todo, y muchos de los miembros de la clase ecuestre lo que pretendían era ascender socialmente, y para esto debía seguirse el cursus honorum, esto es, el sucesivo desempeño de magistraturas públicas, hasta llegar con suerte a la magistratura suprema, el consulado.

Ese fue el camino que inició el padre biológico de Augusto. Requisito necesario para intentar ese ascenso social era tener el bolsillo en óptimo estado, y ese era el caso de Octavio padre, como nos confirma Suetonio: "Provisto, pues, de abundantes recursos, consiguió fácilmente el acceso a las magistraturas y las desempeñó a la perfección".

Tampoco estorbaba emparentar con la nobleza romana que formaban las antiguas familias patricias, aunque esa nobleza estuviera más bien a dos velas. Así que el padre de Augusto contrajo matrimonio con Acia, quien era hija de Julia, quien era hermana de César, y de ese matrimonio nace el futuro emperador. Pero cuando la progresión social del padre de Augusto parecía bastante bien encaminada, fallece inopinadamente, teniendo entonces Augusto solo cinco años.

La madre de Augusto, como joven noble romana, era un buen partido, y volvió a contraer matrimonio con Marcio Filipo, quien se convirtió así en el padrastro de Augusto, siendo este Filipo por sí mismo un personaje de alguna relevancia, pues llegó a ser cónsul. Tras este matrimonio, el niño Augusto parece que quedó principalmente al cuidado de su abuela, Julia, contando Suetonio: "Aún se enseña el lugar donde se crió: un habitáculo diminuto, parecido a una despensa, en una propiedad de sus abuelos cerca de Vélitras. Y el vecindario sostiene con firmeza que también nació allí".

Como ya hemos visto en la entrada anterior, el algún momento, César, ya amo de Roma y sin descendientes varones, toma interés en él, dirige su educación y termina por designarlo su heredero.

Se ha dicho que Augusto no tenía los talentos, ni militar, ni literario, ni oratorio, de su tío abuelo, César, pero sí que era un político inteligente y sobre todo más práctico que aquel, pues era capaz del compromiso. Y aunque no fuera especialmente tendente a la crueldad, sí castigaba sin vacilación la traición de sus próximos, al tiempo que premiaba su fidelidad.

Un caso destacado de lo segundo es el uno de sus amigos de la infancia, Marco Vipsanio Agripa, quien, teniendo unos orígenes sociales no demasiado elevados, se convirtió en su principal general, además de en su yerno, y si le hubiera sobrevivido, quizás habría sido su sucesor. Otro amigo escolar de Augusto fue Mecenas, que no destacó por sus virtudes militares, pero a través del cual Augusto conoció y trató a los principales poetas de la época, como Virgilio u Horacio.

Dentro de su propia familia es conocida su mala relación con su nieto Agripa póstumo, y sobre todo con su hija, Julia, que se extendió a la hija de esta del mismo nombre, lo que explica la referencia que hace a las mismas en su testamento. Nos cuenta sobre esto Suetonio: "tuvo que desterrar a ambas Julias, su hija y su nieta, que habían caído en toda clase de vicios e infamias ... informó al Senado sobre el destierro de su hija, sin estar él presente y haciendo que el cuestor leyese un informe, y, por vergüenza, evitó durante largo tiempo el trato con los demás e, incluso, estuvo meditando condenarla a muerte ... ante cualquier mención de Agripa o de las Julias, solía exclamar sollozando: ¡Feliz aquel que se queda soltero y muere sin tener hijos!».

Pero Julia, al margen de su mala relación con su padre, por su condición de mujer no era una opción válida como sucesora de sus cargos. Ello llevó a Augusto a una auténtica gincana para encontrar un sucesor entre sus parientes y allegados masculinos, que se le iban muriendo sucesivamente y, al decir de las malas lenguas, no sin ayuda externa

A todo esto contribuyó el que, aun siendo Augusto de naturaleza enfermiza, disfrutara de una vida larga para la época, muriendo con setenta y siete años, y hay quien dice que incluso necesitó para esto una cierta colaboración de su esposa, Livia, la archimalvada de toda esta historia, al menos para quienes de niños vimos Yo Claudio.

Tampoco era Augusto muy alto (medía sobre 1,70), aunque sí tuvo fama de ser de gran belleza, al menos en su juventud. Era frugal en sus apetitos y tenía una conocida aversión tanto al frío como al sol, del que se protegía con un sombrero de ala ancha. Así nos lo cuenta Suetonio: 

"Durante el invierno se protegía con una gruesa toga, cuatro túnicas, una camisa interior, una camiseta de lana y bandas para abrigar los muslos y las piernas. En verano, dormía dejando abiertas las puertas de su alcoba y, con frecuencia, lo hacía en el peristilo, junto a algún surtidor, y con un esclavo abanicándolo. Como no soportaba ni siquiera el sol de invierno, siempre que se paseaba al aire libre, incluso en casa, lo hacía cubierto con un pataso".

Ante la falta de descendencia biologica masculina, lo que hizo Augusto fue ir casando a su hija, Julia, sucesivamente con los potenciales candidatos a sucederle. 

Primero la casó con su sobrino Marcelo. Pero en el curso de sus campañas contra los cántabros, Augusto contrajo unas fiebres, que se anunciaban fatales. El médico personal de Augusto, Antonio Musa, le prescribió, un poco a la desesperada, un tratamiento de frío y calor, aunque la verdad es que eso y algunas yerbas era de lo poco disponible entonces cuando el tema se complicaba. Sin embargo, ante el asombro general, Augusto se recupera. A continuación, el que enferma de fiebres es el joven Marcelo, a quien Musa prescribe idéntico tratamiento, en este caso con un resultado más predecible, lo que demuestra que la medicina nunca ha sido una ciencia exacta. Aunque también circuló una versión que, como no, atribuía el mérito del fatal desenlace a Livia. El matrimonio de Julia y Marcelo no tuvo descendencia.

Posteriormente, Augusto casó a Julia con su fiel amigo Agripa, que la doblaba en edad. Pero, a pesar de esto, parece que no fue un matrimonio del todo desdichado, y sobre todo fue prolífico, teniendo los cónyuges cinco hijos, el último de ellos, llamado también Agripa, nacido después de fallecer su padre, por lo que fue conocido como Agripa póstumo.

De esos cinco hijos, tres fueron varones, así que eran elegibles como sucesores, y los tres fueron adoptados por Augusto con dicho fin. Sobre la adopción de los dos primeros nos dice Suetonio: "Adoptó a Cayo y a Lucio, después de comprarlos en su casa, mediante la ceremonia de una balanza y un as a su padre Agripa". Sin embargo, Lucio y Cayo fallecieron, o por causas naturales, o por causa de Livia, o por un poco de ambas cosas. Más adelante adoptó también a su tercer nieto, Agripa póstumo, consciente de su problemático carácter, el cual le llevó a mezclarse en conspiraciones contra su abuelo, que lo hizo despachar. 

Con esto parecía que se le acababan a Augusto las posibilidades de encontrar sucesor entre su propia familia. Su último intento fue casar a Julia nuevamente, esta vez con el hijo de su esposa, Tiberio. En este caso, ambos contrayentes se odiaban cordialmente, hasta el punto de que Tiberio hizo que su ex esposa, ya fallecido Augusto, muriera de inanición donde había sido desterrada por su padre. Sin embargo, el matrimonio sí llegó a concebir un hijo, que murió apenas con una semana de vida.

Tiberio había tenido un hijo de un matrimonio anterior con Vipsania, conocido como Druso, el joven, al que se refiere el testamento de Augusto, como veremos.

Livia, la esposa de Augusto, pertenecía a la gens Claudia, también de rancio abolengo, y tenía dos hijos, Tiberio y Druso, ambos de un marido previo a Augusto, de quien se divorció para contraer matrimonio con el emperador. La novia se encontraba al tiempo del enlace embarazada del segundo de ellos, sin que el padre del nonato opusiera resistencia conocida, aunque esa actitud conformista bien pudiera ser una manifestación de amor a la vida por su parte.

No tuvieron, sin embargo, Livia y Augusto descendencia propia. Según dice Suetonio: "De Livia no tuvo hijos, a pesar de desearlos vehementemente. Llegó Livia a concebir un niño, pero tuvo un prematuro aborto". 

Druso, el segundo hijo de Livia, falleció antes que Augusto, por una mala caída de un caballo, y uno de sus hijos fue Germánico. Otro de sus hijos fue Claudio, quien era la antítesis de su hermano, sin que de él nadie esperase nada, hasta que por azares del destino terminó convertido en emperador, como es sabido. Sin embargo, Germánico, que había contraído matrimonio con una de las hijas de Agripa y Julia, Agripina, la mayor, formó con su esposa la pareja de moda en Roma, lo que le provocó un  prematuro fin, con los mejores deseos de su tío, Tiberio. Y a Agripina, que no tuvo mejor idea que protestar por la suerte de su esposo, se la envió al destierro. Esto nos confirma que la mejor opción, al menos en ciertos ambientes, es la de llamar poco o nada la atención.

Germánico y Agripina tuvieron a su vez varios hijos, entre ellos el futuro emperador, Calígula, y también Agripina, la menor, quien llegó a ser esposa de su tío, Claudio, y fue madre de Nerón, con quien terminó de una vez la dinastía Julio-Claudia, que en un tiempo relativamente corto produjo una cantidad apreciable de llamativos seres humanos, aunque esa parece ser una habilidad no extraña a la mayoría de las casas reales.

Todo esto no era sino una introducción al testamento de Augusto, que transcribo del relato de Suetonio:

"Augusto había redactado su testamento durante el consulado de Lucio Planco y Cayo Silio, el tercer día antes de las nonas de abril, un año y cuatro meses antes de su muerte, escrito en dos pliegos, en parte por su propia mano y en parte por la de sus libertos Polibio e Hilarión. Las vírgenes Vestales, que lo habían recibido en depósito, lo hicieron público junto con otros tres rollos sellados del mismo modo. Todos estos documentos se abrieron y se leyeron en el Senado. Instituía herederos en primer grado a Tiberio, que recibía la mitad más un sexto de la herencia, y a Livia, que recibía una tercera parte, ambos con la obligación de mantener su nombre. Como segundos herederos nombraba a Druso, el hijo de Tiberio, de otra tercera parte y a Germánico y sus tres hijos varones de las dos partes restantes. Finalmente, como terceros herederos figuraban numerosos allegados y amigos. Legó al pueblo de Roma cuarenta millones de sestercios; a las tribus, tres millones quinientos mil; a los soldados pretorianos mil sestercios a cada uno, quinientos a los de las cohortes urbanas y trescientos a cada legionario. Ordenaba que estas sumas se pagaran al momento, pues siempre había tenido reservada una importante cantidad de dinero en caja. Dejó también otros legados de diversa cuantía, fijando algunos de ellos hasta en veinte mil sestercios, que debían hacerse efectivos a final de año. Se excusaba por la poca importancia de su fortuna y por no dejar a sus herederos nada más que ciento cincuenta millones de sestercios, a pesar de que durante los últimos veinte años hubiese ingresado cuatro mil millones de sestercios procedentes de testamentos de amigos; pero, decía, había gastado casi todo su dinero, junto con sus dos patrimonios y las restantes herencias, en beneficio de la República. Prohibía que las Julias, la hija y la nieta, si les ocurría algo, fueran inhumadas en su mismo sepulcro. De los otros tres rollos, uno contenía las disposiciones acerca de su propio funeral; el segundo, una relación de las acciones llevadas a cabo por él, que quería que fuesen grabadas en tablas de bronce y que se colocaran ante su mausoleo. En el tercero constaba un inventario de todo el Imperio: el número de soldados alistados en sus legiones y dónde estaban éstas; el dinero que había en el erario público y en el tesoro imperial y los tributos que quedaban por cobrar. Añadía también los nombres de los libertos y esclavos a los que se podía pedir cuentas de todo ello".

Lo de heredero de primer, segundo y tercer grado, implica ordenar llamamientos subsidiarios, de modo similar a nuestra sustitución vulgar, lo que era común en los testamentos romanos, como ya hemos visto. 

Respecto a la obligación de conservar el nombre que impone tanto a Tiberio como a Livia, no me resulta claro su significado. Podría referirse a no ser adoptados tras su fallecimiento, o incluso, para Livia, no contraer nuevo matrimonio in manu. Augusto, en una decisión que resultó extraña ya en la época, había adoptado legalmente a su esposa, que pasó a llamarse Julia Augusta. Aunque esto no podría teóricamente ser una condición del llamamiento, pues en Roma el principio semel heres semper heres descartaba las condiciones o términos resolutorios.

En cuanto a los tres rollos que Augusto entregó a las vestales junto con su testamento, el que contenía las acciones realizadas por él y quería que se grabase en tablas de bronce y se colocara en su mausoleo, son las referidas Res gestae divii Augusti, cuyo descubrimiento supuso una confirmación arqueológica del relato de Suetonio.

Lo transcrito puede completarse con lo que Suetonio escribe sobre el mismo tema en su vida de Tiberio.

Recordar que, ante el fallecimiento de los varones de su familia destinados en principio a sucederle, particularmente de sus nietos Cayo y Lucio, Augusto se ve poco menos que forzado a adoptar, además de a su otro nieto, Agripa póstumo, a Tiberio, al tiempo que obligaba a Tiberio a adoptar a Germánico, quien era pariente de sangre de Augusto a través de su madre, Antonia la menor, sobrina de Augusto, al ser hija de su hermana Octavia y de Marco Antonio.

Suetonio nos explica las consecuencias que esa adopción tuvo sobre la capacidad jurídica de Tiberio, entonces ya todo un hombretón, lo que muestra el particular régimen de la patria potestad en Roma:

"Al haber fallecido Cayo y Lucio en los tres años siguientes, fueron adoptados por Augusto, simultáneamente, Marco Agripa, hermano de aquellos, y Tiberio, pero después de haber obligado a este último a adoptar previamente a Germánico, hijo de su hermano. En adelante, ya no volvió a actuar como cabeza de familia ni pudo ejercer ejercer de ningún modo ese derecho que había perdido. No pudo, en efecto, hacer donación alguna, ni conceder la libertad a ningún esclavo, ni recibir herencias o legados, a no ser que constase que los recibía en calidad de peculio".

Sobre las razones de Augusto para adoptar a Tiberio y su gusto o disgusto por su futuro sucesor existía ya en la antigüedad un debate, que Suetonio expone. Y entre lo que pesó favorablemente en el ánimo de aquel, fuera de la influencia de Livia, que se da por descontada, recoge el curioso motivo de que su propia figura quedase reforzada por comparación con la de su sucesor. Dice, así, Suetonio:

"Vencido, no obstante, por los ruegos de su esposa, consintió en adoptarlo, o quizá lo hizo también movido por su propio deseo de popularidad, ya que, con un sucesor de ese talante, él mismo llegaría algún día a ser muy añorado".

Lo que sí está claro es que Tiberio no fue su primera opción, como demuestra lo que, al relatar la vida del segundo emperador, escribe el mismo Suetonio sobre el testamento de Augusto y su apertura y lectura pública en el Senado, convocado a tal fin por Tiberio:

"Así pues, convocó el Senado en virtud de su potestad tribunicia. Después de iniciar su alocución, se le rompió la voz entre sollozos, como si le dominase un insufrible pesar, y afirmó que desearía que le faltase no sólo la voz, sino también la vida. Acto seguido, entregó el escrito a su hijo Druso para que acabara de leerlo. Traído entonces el testamento de Augusto y autorizada únicamente la presencia de los testigos signatarios pertenecientes al orden senatorial, mientras que los otros testigos examinaron sus sellos fuera de la Curia, se procedió a su lectura por medio de un liberto. El testamento comenzaba así: «Ya que el cruel destino me arrebató mis hijos Cayo y Lucio, Tiberio César será mi heredero, recibiendo la mitad más un sexto de la herencia». Estas palabras acrecentaron la presunción de los que opinaban que había nombrado sucesor suyo a Tiberio, más por estricta necesidad que por propio deseo, puesto que no se había abstenido de semejante prólogo".




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